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¿Cómo definir la dimensión política del aborto?

sábado, 11 de julio de 2009

¿Cómo definir la dimensión política del aborto?

La liberalización del aborto cuestiona la «regla de oro», es decir, el principio que presupone toda democracia: «No hagas a los demás lo que no quieras que hagan contigo». Esta prescripción no es más que la formulación negativa del principio del respeto absoluto que debemos a los demás. Toda derogación de este principio resquebraja el fundamento mismo de la democracia. La igualdad primordial entre los hombres es la igualdad de todos ante el derecho sujeto a éste.
Sin embargo, ¿no hay ninguna posibilidad de excepción a esta regla?
Hay que darnos cuenta de que cuando se planea un aborto, se planea suprimir una vida humana. Este punto ya no es discutido, ni siquiera por la mayoría de los partidarios del aborto. La cuestión última es la de saber si existe una razón que permita dar la muerte a un inocente.
Se podría argumentar, por ejemplo, que tenemos el derecho de suprimir a todos aquéllos cuya vida, según nosotros, sería indigna de ser vivida. Es así como Karl Binding, un jurista alemán, fabricó, a principios de siglo, un derecho «que legitimaba» la supresión de aquéllos «cuya vida no era digna de ser vivida»: enfermos, viejos, minusválidos, pudiéndose alargar la lista, cosa que se hizo en esa época.
Para una sociedad democrática, ¿acaso no es esencial favorecer al máximo la libertad de los individuos?
La voluntad de liberalizar el aborto se explica por una concepción muy reducida de la libertad que tienen muchos de nuestros contemporáneos. Esta concepción es tan desmedida que ya no deja lugar a la idea de igualdad entre los hombres ni, por consiguiente, a la idea de deber.
a) Según esta concepción, la libertad consiste, para cada individuo, en hacer todo lo que se le antoje, en ajustar su conducta a lo que le place. La conciencia individual produce cada momento la norma moral que le conviene en tales circunstancias. Esta concepción de la libertad viene a considerar que, en su comportamiento, los hombres no tienen que referirse a un bien que deberían de buscar, o a un mal que deberían de evitar. Cada quien define a su gusto tanto el bien como el mal. Es por eso por lo que en su encíclica Veritatis Splendor, Juan Pablo II recuerda que es la verdad la que debe orientar a la libertad y no al revés, y que la verdad no es una «creación de la libertad».
b) Es la razón por la que en una sociedad muy marcada por el individualismo de cada uno, todo, y no importa qué, se vuelve negociable, del aborto a la eutanasia, pasando por todas las formas de discriminación. Ya no se busca, juntos, el bien; ya no hay un esfuerzo convergente hacia la justicia. La idea misma de bien común está desprovista de sentido: sólo hay bien particular. En la sociedad, ya sólo hay lugar para compromisos. Debemos intercambiar nuestros puntos de vista con fair-play, con una tolerancia total ante lo que cada quien considera, actualmente, como bueno o malo.
Para evitar al máximo los inconvenientes de la vida con otros individuos para no hundirse en la anarquía hay, pues, que armonizar los intereses particulares. Todas las opiniones son «igualmente respetables», pero eso no impide que, por razones de utilidad o de interés, haya que atenerse a una moral puramente «procedural». Es el triunfo de los comités de ética, en los que se procede a tontas y a locas, sin referencia a principios morales normativos que se imponen universalmente. De donde el llamado a la tiranía de la mayoría y a la táctica de la derogación. En este último caso en particular, se transfieren al derecho los procedimientos de la casuística: al igual que ésta corrompe a la moral, la táctica de la derogación pervierte al derecho. Se rechaza de entrada toda referencia a los principios generales del derecho para acomodarlo a los placeres e interese de aquéllos con los que se desea quedar bien. Es el regreso triunfal de la sofística. Lo que está prohibido aquí y ahora podrá ser permitido ahí y mañana, ya que lo único que importa en todo tiempo y en todo lugar es molestar lo menos posible a los individuos, y para ellos, ser molestados lo mínimo.
c) Ya no hay, pues, espacio para una moral que se impondría a todos y que formaría la trama de la comunidad humana. En efecto, con tal concepción de la libertad, todo es relativizado. La idea misma de una Declaración Universal de los Derechos del Hombre carece de sentido. Ya no hay más que individuos, y la exaltación paroxística de la libertad de cada uno garantiza un porvenir de divisiones exacerbadas entre los hombres.
d) En su mayoría, las democracias occidentales están decayendo porque, en vez de orientarse a partir de valores -como la verdad, la justicia, la solidaridad- se refieren a consensos provenientes de determinaciones puramente «procedurales». Nacionales o internacionales, las asambleas políticas se volvieron por así decir comités de ética ampliados, donde los más fuertes se esfuerzan en imponer un consenso de acuerdo con sus conveniencias.
e) Es por tanto imposible crear una sociedad más justa, más humana, ahí donde, para llegar a esa meta, se rehusa reconocer a todos los hombres los mismos derechos fundamentales.
f) En pocas palabras, esta concepción ultraindividualista de la libertad se vuelve contra la libertad. Con esta concepción, la dimensión política de la existencia humana es totalmente rechazada y se cae en la anarquía. Esta es a la vez ausencia de principios; por lo tanto, de autoridad legítima, y por ello, de un gobierno que vele por el bien común.
¿Acaso tolerancia no significa que todas las opiniones son respetables, incluyendo las de quienes pregonan el aborto y la eutanasia?
a) Todas las sociedades democráticas que emergieron desde la época moderna hacen referencia a la universalidad de los derechos del hombre. Es sobre esta referencia fundadora donde vienen a injertarse las diversas prescripciones positivas que tienden a garantizar estos derechos. El derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, son objeto de disposiciones legales variables, pero son siempre estos derechos fundamentales los protegidos. Hay en ello, pues, tanto pluralismo como tolerancia: se ejerce siempre en el marco del respeto de los derechos fundamentales del hombre. En este sentido, se entiende lo que es la tolerancia civil: no es más que el reconocimiento y el respeto de las personas. En este sentido también el Estado moderno es civilmente tolerante y pluralista.
b) Es a esta tolerancia civil a la que hacen fracasar los que derogan, por vía legal, el derecho fundamental a la vida debido a todo ser humano, y que se arrogan, en consecuencia, el "derecho" de disponer de la existencia de los niños no nacidos y de los seres declarados "inútiles".
c) Vemos entonces que por curiosa paradoja la tolerancia civil es hoy día criticada en nombre de la tolerancia doctrinal o del pluralismo doctrinal.
En efecto, en virtud de estos últimos, sólo hay ética "procedural", ya que todas las opiniones son "igualmente respetables". Entonces, si triunfa la opinión según la cual "tal categoría de seres humanos no es digna de vivir", los seres humanos catalogados bajo esta rúbrica - ella misma define a la mayoría - podrán ser eliminados legalmente.
d) Esta concepción de la tolerancia doctrinal o del pluralismo doctrinal señala así, en una sociedad determinada, el destierro de la tolerancia civil en nombre de la tolerancia ¿Por qué tiene el Estado que jugar un papel a propósito del aborto?
La calidad de un Estado se mide primero por la estima en la que tiene a la vida humana. Cuando los hombres entran en sociedad política, esperan que el Estado proteja, no sólo los bienes y la libertad, sino antes que nada, la vida. La liberalización del aborto va a contracorriente de esta dinámica. Esta liberalización significa no sólo que se rechaza a seres humanos la protección de la ley, sino que trae consigo además la destrucción de las solidaridades naturales, incluso antes de que puedan alcanzar su pleno desarrollo. A cierto plazo, este proceso es destructor de la familia y de la trama social.
Las campañas para la liberalización del aborto tenían ya como objetivo reconocido por algunos destruir al niño porque es el ser más débil de la cadena familiar. En ultimo análisis, lo que está en juego en muchos debates sobre la bioética es la precipitación de este proceso de destrucción de la familia.
Francia, país pionero en la legalización del aborto, corre el riesgo de empañar aún más su imagen en el plano internacional, haciendo de la destrucción de la familia la prioridad de un cierto mesianismo republicano. Esta forma de galicanismo laico sólo puede llevar a la destrucción de la trama social, es decir, al infierno.
doctrinal.
¿El hecho de tomarla en contra de la vida de inocentes sería revelador de una perversión del poder?
El poder totalitario tiene esto de particular: no admite ningún límite que proceda de Dios, ni cualquier control que venga de los hombres sobre los que se ejerce. Este poder utiliza todos los medios de que dispone para afianzarse y para extenderse. Ahora bien, el poder debería ser un servicio: está al servicio del bien común y ordenado a la protección de todos los hombres, empezando por los más débiles. Todos los grandes movimientos sociales que se han desarrollado desde el siglo XIX han impugnado los abusos de poder cometidos por los más fuertes contra los más débiles.
El signo más notorio que manifiesta que un poder, de origen legítimo, deriva hacia el totalitarismo, es que ese poder ataca a los inocentes. Cuando esta dinámica es puesta en marcha, el poder se degrada en pura potencia y es desprovisto de toda legitimidad. Tal poder es abusivo; debe ser denunciado y combatido, hace de la resistencia activa un deber.
Si la amenaza del totalitarismo fuera real, ¿no sería percibida por todos y no levantaría una protesta general?
La historia contemporánea nos enseña que el totalitarismo se instala tanto por la fuerza como por la astucia. En este ultimo caso, su instalación se hace en el más estricto respeto de la celebre «táctica de salami»: se acaba por obtener del adversario, rebanada tras rebanada, lo que no cedería nunca si se le pidiera en bloque. La «táctica de salami» está, pues, muy próxima de la táctica de la derogación: se roe el respeto debido a un principio, encargando a la ley multiplicar y trivializar los casos en los que el derecho positivo «justifica» que se haga una excepción. Se consiente en derogar.
El mal comienza ahí donde se promulga una ley inicua y se consuma ahí donde tal ley es invocada para asesinar seres sin defensa. Por otro lado, en ese momento el proceso puede recomenzar, y el catálogo de seres asesinables puede alistar a nuevas víctimas.
Ahora bien, si algunos han sido condenados por haber obedecido leyes inicuas, a menudo se olvida que otros han sido condenados por haber intervenido a un nivel más alto, es decir, por haber promulgado esas leyes inicuas y haberlas vuelto ejecutorias.
De ahí que, cuando se ha llegado a pedir al Estado que diga cuáles son los inocentes que se pueden eliminar, que la ley lo autoriza y que un ministro ordena los medios para ocuparse de ello, ya es demasiado tarde para preguntarse si aún se vive en la democracia.

http://perso.infonie.be/le.feu/ms/spolesp/pspesp.htm

Nota

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Perfil

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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