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GÉNESIS Y ESENCIA DE LA MEDICINA

domingo, 12 de julio de 2009

GÉNESIS Y ESENCIA DE LA MEDICINA

PUBLICADO EN: Persona y Bioética, Vol 12, No 31 (2008)


Ramón Córdoba-Palacio1

1 Médico pediatra. Doctor en Medicina y Cirugía, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Profesor Titular de Pediatría, Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia. Profesor Emérito, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia. Doctor Honoris Causa, Universidad Pontificia Bolivariana, Miembro de Cecolbe. racopan@une.net.co


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RESUMEN

A partir de elementos antropológicos se afirma que la génesis y la esencia de la medicina es el amor a la persona humana, al semejante. Este amor ha impulsado el progreso vertiginoso de la medicina, a pesar de que en algunas circunstancias ni los medios utilizados ni la meta propuesta por los médicos respeten la dignidad intrínseca e incondicional de los seres humanos, personas desde la concepción hasta su muerte sin que nadie pueda, éticamente, intervenir para acortar su vida –aborto, eutanasia– ni para prolongar su agonía –distanasia–.

PALABRAS CLAVE: antropología médica, relación médico-paciente, historia de la medicina, bioética.


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ABSTRACT

Anthropological elements are used to affirm that love for our fellow man is the genesis and essence of medicine. The dramatic progress in medicine has been fueled by that love, even if neither the means nor the goals proposed by physicians in certain circumstances respect the intrinsic and unconditional dignity of human life. No one may intervene ethically to interrupt a human life from conception to death – through abortion or euthanasia – or to prolong human suffering (dysthanasia).

KEY WORDS: medical anthropology, physician-patient relationship, history of medicine, bioethics


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RESUMO

Com base em alguns elementos antropológicos, affirma-se que a gênese e a essência da medicina é o amor à pessoa humana, ao semelhante. Este amor tem impulsionado o avanço vertiginoso da medicina, no entanto que –em algumas circunstâncias– nem os meios empregados nem a meta proposta pelos médicos respeitam a dignidade intrínseca e incondicional dos seres humanos, pessoas desde a conceição até sua morte; portanto, ninguém pode, eticamente, intervir para acurtar sua vida (aborto, eutanásia) nem para prolongar sua agonia (distanásia).

PALAVRAS-CHAVE: antropologia médica, ralação médico-paciente, história da medicina, bioética.


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INTRODUCCIÓN

No es mi intención adentrarme en fechas o hechos que fundamentan el progreso de la medicina, sino refl exionar sobre la esencia de la profesión más humana, quizás la más antigua y, sin duda, una de las de mayor responsabilidad ética y social ya que su fi nalidad, su misión, es el bien pleno del ser humano, es contribuir a la realización plena de la persona humana. Así lo entendieron desde los siglos VI y V a. C. los asclepíadas o médicos hipocráticos, como lo enseña Laín Entralgo cuando afi rma que las cuatro metas principales de la medicina fueron:

[…] la salvación (en primer lugar, de la humanidad, que sin la medicina hubiese sucumbido; en segundo término de los enfermos, muchos de los cuales, mediante el arte de curar, pueden ser salvados de la muerte), la salud (que según los casos puede ser “completa” o “suficiente”), el alivio de las dolencias y el visible decoro del enfermo. Para un griego –no lo olvidemos–, lo bello, lo bueno, lo justo y lo recto tenían una raíz común (1).

EL ACTO MÉDICO

Medicina espontánea o natural

Trasladémonos con la fantasía a la época de los hombres de Neardental o de Cromagnon, incluso antes, es decir, cerca de 150 mil años a. C., y asistamos a una actividad de caza en la cual el mamut o el bisonte hiere gravemente a uno de los participantes a causa de la osadía de éste. No temamos en esta era de la técnica hacer uso de la fantasía: sin tan útil y bella cualidad propia del hombre no podríamos realizar nuestros proyectos de vida ni progresarían las ciencias ni las artes; lo importante es que esa “loca de casa”, como una hermosa cometa, nunca pierda su unión con el ovillo que la ata firmemente a la tierra, a nuestra inteligencia y a nuestra voluntad.

Bien, volvamos a nuestro herido. Uno de sus compañeros, dejando de lado la faena propia de la cacería, se acerca a él, lo ayuda a alejarse de la fi era, y solícitamente le aplica un emplasto de hojas cuya efectividad para disminuir o detener la hemorragia en heridas conocía o no de antes. Al mismo tiempo, y en la gruta o caverna que les sirve de habitación, una madre tiene en sus rodillas al hijo que se queja de retortijones, de deposiciones líquidas y frecuentes, y a quien lo sacuden episodios de tos intensa; ella lo mima, lo anima a beber un poco de una pócima de hojas recogidas en la cercanía, y recubre el tórax con grasa y lana de carnero.

En ambos casos se configura un acto médico, se repite lo aprendido de sus ancestros o por propia experiencia, pero este acto médico surge ante todo, no por interés científico, no por búsqueda de fama o por afán económico, sino por amor al hijo, al semejante, al cercano, al compañero de caza, al miembro de la tribu. El dilema entre ayuda y huida, “sentimiento ambivalente” (2) a que mueve la enfermedad, la herida, el dolor “en quien lo contempla” (2), se resolvió a favor de la ayuda, de contribuir al bien pleno de quien sufre, y esa decisión
crea por sí misma un ineludible compromiso ético.

Esta situación que vivimos, consciente o inconscientemente, todos los días en el ejercicio de nuestra misión de médicos, la describe magistralmente Laín Entralgo:

Como el Samaritano de la parábola, el médico debe resolver en el sentido de la ayuda la tensión ambivalente que dos tendencias espontáneas y contrapuestas, una hacia la ayuda y la otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico es, por lo pronto, hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable en la tensión ayuda-abandono. No acaba ahí, sin embargo, el compromiso moral del médico. Así iniciado, ese compromiso crece y se consuma con la ejecución del acto de ayuda, que será esforzado unas veces y negligente otras, y que perseguirá, según los casos, el bien del enfermo, el lucro, el prestigio o quién sabe si una velada granjería de dominio y seducción (3).

Detengámonos un poco, con sentido médico, en esta enseñanza de Laín Entralgo: el samaritano, según San Lucas (4), encontró en su camino a un judío herido y “al verle tuvo compasión; y acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él”. Más aún, paga al posadero para que continúe el cuidado. ¿Quién es el samaritano? Para los judíos es un “extranjero y hereje”, alguien con quien tenían diferencias religiosas y nacionalistas; pero triunfa en él el
amor al semejante, el deseo sincero de ayudar a quien padece. No es un científi co, pero obedece al natural sentimiento de compasión y le brinda el tratamiento que está a su alcance sin pretender ni lucro ni prestigio ni ningún oculto benefi cio, sólo el bien del herido, como debe ser la conducta del médico (3).

En el relato de San Lucas hay otros elementos importantes que debemos resaltar. Dice el evangelista: “Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo” (4). Levita y sacerdote que en Israel debían dar ejemplo en el cumplimiento de la ley de la caridad y en el amor a su pueblo, académicos encargados de velar por aspectos de salud pública. Sin embargo, pudo más en ellos el egoísmo, el no compromiso, y tenemos así, guardadas las debidas proporciones, el que hoy denunciaríamos como “paseo de la muerte”2.

Medicina empírica

En estos tres ejemplos de la denominada por los historiadores modalidad natural o espontánea de la asistencia al enfermo, el del compañero de caza, el de la madre y el del samaritano, se expresa en forma clara el rasgo más noble de la profesión médica, y el que hizo y hace incluso que el aspecto técnico de dicha asistencia haya llegado a los niveles alcanzados, y que cada día su horizonte se amplíe: el amor al ser humano, a la persona humana. Sin este amor incondicional, el progreso técnico no hubiera tenido uno de sus mayores impulsores o habría destruido al género humano.

Algunas de esas madres, de esos compañeros de caza, algunos de esos buenos samaritanos, impulsados por el amor al semejante, al prójimo, como lo acabamos de ver, y por la natural curiosidad y deseo de saber, se hicieron expertos en el empleo de una u otra planta, de uno u otro masaje o inmovilización, etc. –como lo describe claramente Jean M. Auel en su obra Los hijos de la tierra, especialmente en “El clan del oso cavernario” y en “El valle de los caballos”, y, entre nosotros, Virginia Gutiérrez de Pineda en Causas de la mortalidad infantil en Colombia, La medicina popular en Colombia. Razones de su arraigo–, y los cuales constituyen la manera de asistencia reconocida como atención empírica y llegan a ser especialistas reconocidos entre sus colegas y por la comunidad. Esta medicina empírica, es decir, fundamentada sólo en la observación y la experiencia, no debe ser despreciada pues tiene a su haber observaciones importantes aprovechadas luego por la medicina científica –como ejemplo tenemos la planta denominada digital entre las más conocidas–.

Medicina mágico-religiosa

En la angustia que suscitan la enfermedad y el dolor, tanto los propios como los ajenos, el hombre ha acudido a poderes superiores, extrahumanos, y ha creado así la modalidad de asistencia mágico-religiosa: mágica, cuando atribuye carácter personal a elementos de la naturaleza y les concede fuerzas especiales benéficas o maléficas; religiosa, cuando reconoce a un Ser Superior, Supremo, Providente, que cuida de sus criaturas. No obstante el vertiginoso progreso de la tecnociencia desde mediados del siglo pasado, esta modalidad de asistencia médica sigue vigente y actuante en pleno siglo XXI, pues es la expresión de que el hombre busca y necesita trascendencia, y no se resigna a ser simple organismo, mera anatomía, fisiología, patología.

Medicina técnica o científica

Durante los siglos VI y V a. C., Alcmeón de Crotona (1, 2, 5, 6, 7), en la Grecia clásica, crea la modalidad de atención técnica o científica cuando proclamó el fundamento de la medicina “fisiológica”, es decir, estructurada en el conocimiento de la physis, de la naturaleza, la conocida como medicina hipocrática en honor de Hipócrates de Cos, su representante epónimo. En el año 500 a. C., el citado Alcmeón de Crotona, médico filósofo, en un brevísimo tratado, Perì physiös (1, 2, 5, 6), enseña, según Aecio, “que la salud está sostenida por el equilibrio de las potencias (isonomía tön dynámeön): lo húmedo y lo seco, lo frío y lo cálido, lo amargo y lo dulce, y las demás. El predominio de una de ellas (monarkhía), es causa de enfermedad. Pues tal predominio de una de las dos es pernicioso” (1, 2). Debido a una mayor madurez de la razón, la medicina deja así de ser posesión de demonios, castigo de dioses, encantamientos, mancha, pecado, etc., y asume como esencia de su acción “[...] hacer algo sabiendo con alguna precisión científica qué se hace y por qué se hace aquello que se hace” (8).

Obviamente, y según lo acabamos de ver, si el médico es quien tiene que asumir “con alguna precisión científica qué se hace y por qué se hace aquello que se hace”, su responsabilidad ética se acrecienta ya que él, ineludiblemente y según su circunstancia, debe adquirir y mantener una preparación académica y técnica que le permita ofrecer a sus pacientes oportuna, honesta y prudentemente lo mejor en la custodia de su existencia. Insisto, ofrecer a sus pacientes lo mejor y procurar el bien pleno de las personas humanas que requieran su atención, y demostrar así que por amor a ellas decidió que su conducta fuera en favor de la ayuda y no de la huida, y que esa conducta no sabe de distingos de sexo, edad, raza, nacionalidad, credo religioso o político, estado de salud ni ninguna otra condición. Más claramente: el progreso de la técnica no resta, no debe restar nada, al amor profesional por el ser humano que sufre menoscabo en su salud o que desea preservarla, quehacer que inspiró, o debió inspirar, la vocación del médico. Así, los pensadores de la Grecia clásica fundamentan la actividad del iatrós en tres elementos esenciales: la philanthrôpíë o amor al semejante entendido como filantropía, caridad o solidaridad, etc.; la philotekhníë o amor al “arte” o al conocimiento, para mejor servicio al paciente y, por último, el amor al paciente como persona concreta, la philía o amistad médica, que es para mí el más trascendente de estos elementos, y el más olvidado hoy en día en el sistema creado por la Ley 100 de 1993. Ya en el Corpus Hippocraticum, en los Preceptos se afirma: “si hay amor a la humanidad también hay amor a la ciencia” (9). El amor implica responsabilidad ética en las acciones cuyo resultado comprometa en cualquier forma al prójimo, tanto a las personas humanas que conforman la comunidad en el momento histórico actual como a las que la conformarán en el futuro cercano y a muy largo plazo.

ESENCIA DE LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE

No obstante lo extenso de la cita, y porque sintetiza lo expresado hasta ahora, transcribo el pensamiento de Pedro Laín Entralgo sobre la relación médico-paciente y la condición del hombre como persona, como individuo y miembro de una comunidad:

La relación médica, tiene, pues, un fundamento genérico y otro dualmente específico. Su fundamento genérico: que un hombre preste ayuda al menester del otro… El hombre es un ser constitutivamente menesteroso, ens indigens. Tiene necesidad del cosmos energético y material, y por esto respira e ingiere alimentos; no menos necesita de los otros hombres, y así lo patentiza cuando, queriéndolo o no, con ellos se encuentra desde su nacimiento; necesita, en fi n, alguna convicción personal acerca del fin último de la existencia, y por tanto, cierta referencia de ésta a un ens fundamentale, Dios o un sucedáneo de Dios. La compleja menesterosidad del hombre –especialmente aguda y sensible en ciertas situaciones, la enfermedad entre ellas– pide desde su mismo seno actos de ayuda; en último extremo, actos de donación amorosa, porque toda ayuda que no sea pura operación de compraventa es en su entraña misma un acto de amor. Tanto en su ens indigens, el hombre es ens offerens, aunque su libertad convierta a veces en indiferencia o en odio lo que siempre debiera ser ofrecimiento y amor; y así el binomio menester-amor viene a constituirse en fundamento genérico de la relación médica, cuando ésta no se halla viciada por el predominio o la exclusividad de otros intereses menos nobles (3).

Medicina hipocrática

Pero, ¿por qué si fue Alcmeón de Crotona, como lo afirmamos antes, el iniciador o creador de esta modalidad de ayuda médica, la medicina científica o “técnica”, la denominamos medicina hipocrática? Laín Entralgo (1, 2) afirma al respecto: “Alcmeón fue el iniciador de la medicina ‘fisiológica’; Hipócrates, su verdadero fundador”.

¿Quién fue Hipócrates de Cos, figura paradigmática de la medicina técnica o científica o hipocrática?

Muy poco se conoce con certeza de él: nació en la isla de Cos, cuna de ilustres médicos, en el año 460 a. C. Recibió de su padre la primera formación. Ejerció en Tesalia, Tracia y proximidades del Ponto Euxino, la isla de Tasos, como médico “periodeuta”, y falleció –la fecha es incierta– en Larisa, según algunos, alrededor del año 375 a. C., es decir, a los 85 años de edad (1, 2, 10). Pensadores como Platón, a comienzos del siglo IV, ve en él la “personalización de la medicina por antonomasia” (11); “Aristóteles lo invoca también como prototipo del gran médico” (11) y lo llama “el más grande” (1, 2); Galeno (129-199 d. C.) lo califica como “el divino” (1, 2), “el inventor de todo bien” (1, 2) y, en general, se lo conoce como el “Padre de la medicina” (1, 2).

“¡Inventor de todo bien!”, y quien inventa y práctica para sus semejantes “todo bien” es porque los ama y demuestra ese amor con sus obras y no sólo de palabra. Infortunadamente, desde los albores de la humanidad, hasta la actualidad, encontramos “una medicina para ricos” y “una medicina para pobres” a las cuales hace referencia Platón en las Leyes y en otras de sus obras (2, 11). Vale la pena transcribir un párrafo de Jaeger al respecto:

[…] La diferencia existente entre el médico de esclavos y el médico formado científicamente que curaba a los hombres libres se revela, según la divertida exposición que hace de esto Platón en las Leyes, en el modo como ambos médicos procedían con sus enfermos. Los médicos de esclavos corren de unos pacientes a otros y dan sus instrucciones sin hablar (ανεν λογον), es decir, sin pararse a razonar sus actos, a base de simple rutina y la experiencia. Este médico es un tirano brutal (11).

Pedro Laín Entralgo, al analizar los conceptos de Platón, afirma:

Dos preguntas principales plantea al historiador de la medicina hipocrática tan precisa y estilizada descripción de la asistencia médica. La imagen que de ésta nos ofrece Platón, ¿en qué medida es el reflejo de la realidad? El testimonio platónico, por otra parte, ¿es enteramente conciliable con lo que acerca del tema nos dicen los escritos de la colección hipocrática? (2).

Después de un serio estudio al respecto, especialmente sobre los tratados hipocráticos Sobre los aires, las aguas y los lugares y las Epidemias, concluye:

[…] No obstante su condición de médicos doctorales e ilustrados, sus autores no vacilaron en tratar las enfermedades de los esclavos, ni en hacerlo costar en historias clínicas y apuntes memorativos. Un helenista del siglo pasado, Rossignol, llegó incluso a sostener que Hipócrates fue únicamente médico de los pobres, ante todo por su propia elección, y luego por el orgullo de los ricos y poderosos, que no habrían querido ser asistidos por el médico de sus siervos (2).

Un poco más adelante Laín afirma: “[…] No parece improcedente afirmar, como yo hace años, que Hipócrates fue un ‘filántropo’ avant la lettre” (2).

Las anteriores afirmaciones de Laín Entralgo nos permiten completar biográficamente la imagen de Hipócrates de Cos como médico en cuyo espíritu predominaban el amor al prójimo, el amor al hombre y la filantropía –“avant la lettre” (2); no obstante, al ser él quien estructuró en su escuela la medicina científica o técnica supeditó éstas al servicio del ser humano, de allí que el epíteto con que lo distingue Galeno, “inventor de todo bien” (1, 2), tiene una fundamentación histórica en el quehacer de su vida y en sus enseñanzas recogidas en el Corpus Hippocraticum.

Corpus Hippocraticum

Históricamente se plantea el interrogante de si el Corpus Hippocraticum es obra de Hipócrates de Cos, o de cuáles de sus escritos es realmente el autor. Algunos investigadores, especialmente desde la filología, afirman que ninguno de los escritos que forman dicha colección puede atribuirse con certeza a la fi gura epónima de la medicina “técnica y científica” (1, 2, 12); otros concluyen que únicamente unos cuantos, entre ellos el “Juramento”, son realmente suyos (1, 2, 12). Al respecto Laín Entralgo afirma (1, 2): “[...] es probable que Hipócrates no haya compuesto ninguno de los libros de la colección prestigiada por su nombre; pero esto de ningún modo significa que su persona y su pensamiento sean ajenos a lo que en esos libros se expone”. Y García Gual (12), después de analizar profundamente la controversia, concluye: “[...] Aunque no nos lleven a identificar como auténticos tales o cuales escritos, nos invitan a reconocer las huellas de un pensamiento sistemático y un método científico dentro de unas precisas coordenadas históricas; y tras esos trazos se perfila la figura de Hipócrates”.

ALCMEÓN DE CROTONA

Estos elogios no menguan los méritos del médico y filósofo Alcmeón de Crotona, por el contrario, exaltan su importancia en la iniciación de una medicina científica, humanitaria y responsable. Bastaría para merecer el reconocimiento y la gratitud de los hombres el texto (1, 2, 5, 6), citado anteriormente, “que se levanta como alto monolito intelectual sobre toda la medicina de su época” (2), y que la fundamentó sobre “el orden de la phýsis y de sus perturbaciones” (2), y que “[…] En la historia de la medicina universal es la primera manifestación de una patología resueltamente ‘fisiológica’. La enfermedad no es ahora mancha ni castigo, sino alteración del buen orden de la naturaleza, ruptura de su equilibrio” (2).

Pero su contribución al conocimiento y progreso de la medicina no fue sólo el citado texto. Alcmeón de Crotona, según Lasso de la Vega (5), fue un investigador profundo en el campo de la anatomía tanto humana como de otras especies animales, “[…] descubrió los nervios principales, que llamó póroi (“canales o conductos”), la arteria traqueal y que distinguió, en cierta medida, las venas de las arterias […] se afirma que estudio la trompa de Eustaquio y el nervio óptico, aunque esto último es más que dudoso” (5).

Según Lasso de la Vega (5), Alcmeón de Crotona afirmó que “el hombre se distingue de los animales por la inteligencia. Los animales sienten pero no entienden”; señaló cuatro órganos como las fuentes de la vida: el cerebro, el corazón, el ombligo y los órganos de la reproducción; enseñó que el cerebro es el centro de la vida del hombre y que todo trastorno de aquél altera la sensibilidad y que el sueño se debe a la retirada de la sangre de dicho órgano y el despertar porque vuelve a ser regado por ésta; para él el esperma era parte del cerebro. “[…] El papel central del cerebro parece ser doctrina alcmeónica firme; pero los detalles sobre su teoría sobre la sensación son obscuros” (5). Bástenos lo anterior para demostrar la excelente calidad científica, en su tiempo, de Alcmeón de Crotona.

NUESTRA REALIDAD

Esa medicina en la que “un hombre preste ayuda al menester del otro” (3), en la que un hombre “constitutivamente menesteroso, ens indigens” (3), brinda a su semejante, también “constitutivamente menesteroso”, sin reserva alguna de su parte, es decir, oportuna, diligente y prudentemente sus conocimientos y su amistad porque aquél, el paciente o menesteroso, “pide desde su mismo seno actos de ayuda; en último extremo, actos de donación amorosa, porque toda ayuda que no sea pura operación de compraventa es en su entraña misma un acto de amor” (3) , fue la medicina que me cautivó, y que con su ejemplo me inculcaron mis maestros.

Pero, realmente, ésta no es la medicina que encontramos hoy en día en el ejercicio de nuestra misión. Una malhadada Ley, la 100 de 1993, convirtió la salud en objeto de consumo, en “pura operación de compraventa” (3), y creó instituciones económicas como intermediarias entre el paciente y el médico, y ambos, con una falsa consigna de seguridad social, perdieron la libertad, vieron entorpecida la mutua confianza basada en la amistad médica –la amistad no se impone por decreto–, y en el sistema de salud vigente hoy, donde lo primordial es la producción económica y no la calidad de la atención como labor médica (13), su código es el del comercio –negocian con la salud y la existencia de seres humanos– y no el de la salud –Juramento hipocrático o Promesa del médico–.

Infortunadamente, la necesaria y esencial confianza mutua entre paciente y médico fue escamoteada por la obligatoria vinculación a una empresa comercial que dispensa atención médica según los aportes recibidos y que, como empresa comercial, tiene en primer lugar
la meta y la obligación de producir ingresos económicos, buenos dividendos. Eso explica los llamados y frecuentes “paseos de la muerte” en los que se involucran conscientemente u obligados por presiones superiores, médicos “esclavos” (14).

Sí. El “binomio menester-amor” (3) se halla viciado por intereses económicos y políticos ajenos al verdadero fi n de la misión del médico: la dignificación del ser humano, de su existencia como resultado del respeto sumo, venerante, exigidos por su absoluta e incondicional dignidad, por ser ontológicamente desde su origen persona humana, y se desconoce de manera consciente que sobre ésta, la persona humana, deben recaer los beneficios de la acción del médico, como bien lo enseña Laín Entralgo:

La relación entre el médico y el paciente no puede ser satisfactoria si no tiene su término en el paciente mismo, en cuanto titular y beneficiario de la salud por que se lucha; no en la sociedad, ni en el Estado, ni en el buen orden de la naturaleza, sino en el bien personal del sujeto a quien se diagnostica y trata, y por tanto el sujeto mismo (2).

No olvidemos nunca que cualesquiera sean los escenarios de nuestro actuar médico –hospital, consultorio privado o institucional, etc. –, nuestro deber primordial, esencial, es el paciente cuyo bien inspiró nuestra vocación. Somos ante todo servidores del ser humano, del hombre, y no servidores o “trabajadores de la salud”, y menos aún, servidores de instituciones a las cuales nos ligan compromisos laborales pero cuyas exigencias no pueden tergiversar la misión que aceptamos por vocación, y de la cual debemos hacer profesión, de la cual somos profesionales.

Nos enfrentamos a otros desafíos: tratan de forzar nuestra conciencia para que eliminemos, por acción o por omisión, vidas humanas ya sea por la circunstancia de salud que padecen o por la etapa natural de desarrollo que atraviesan. Recordemos que no todo lo legal es ético, y que dignificar la vida y la persona humana no es eliminarla, asesinarla; ésta es la labor del verdugo, la nuestra como médicos es: “Curar con frecuencia; aliviar siempre; consolar aliviando no pocas veces; consolar acompañando, en todo caso […] como en la época de Bérard y Gluber –más aún como siempre– allá donde no puede llegar la técnica debe llegar la misericordia” (11), misericordia, no sólo como virtud de la caridad sino como técnica terapéutica. Sí, el “binomio menester-amor” (3) se halla viciado por intereses económicos y políticos ajenos al verdadero fin de la misión del médico, pero también por una orientación formativa del futuro médico en la cual predomina lo técnico y se olvida el fundamento humano, se olvida que la tecnociencia debe estar siempre al servicio del hombre, su inventor, porque si esto se trastoca, nos destruye. Heidegger lo advierte:

La esencia de la técnica sólo surge a la luz del día lentamente. Ese día es la noche del mundo transformada en mero día técnico. Es el día más corto. Con él nos amenaza un único invierno infinito. Ahora, no sólo se le niega protección al hombre sino que lo salvo de todo lo ente permanece en tinieblas […] El mundo se torna sin salvación, pierde todo carácter sagrado (15 La tecnociencia sin sentido humano nos convierte en bárbaros ilustrados pero, en nuestra profesión, el sentido humano sin técnica nos hace charlatanes, teguas.

He presentado en los últimos párrafos una oscura realidad en contraste con la medicina al servicio del hombre que, en algún momento de nuestra vida, prendió con vivo fuego nuestra vocación. No pretendo revivir sistemas de atención médica ya quizás superados, sino recordar cuáles son los principios esenciales de nuestro diario quehacer como protectores y dignificantes del ser humano y de su existencia. Como enseña Martí Ibáñez,

Ser médico es, en otras palabras, ser un hombre completo, que sepa actuar en la ciencia como un profesional de calidad e integridad; en la vida, como un ser humano dotado de buen corazón y elevados ideales; en la sociedad, como un honesto y eficaz ciudadano… Pues “ser médico” es mucho más que ser un mero dispensador de píldoras o un carpintero médico que remienda y compone carnes y almas rotas. El médico es una piedra angular en la sociedad humana y un intermediario entre el hombre y Dios (16).

Tenemos un grave reto: ser siempre médicos sin dejar corromper nuestra conciencia ni tergiversar nuestra misión.


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2 Se ha vuelto costumbre asignar tal denominación a la falta de atención a los pacientes por causas administrativas que con frecuencia terminan en muerte o agravamiento de su condición clínico-patológica.


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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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5. Lasso de la Vega JS. Pensamiento presocrático y medicina. En: Laín Entralgo P. director. Historia Universal de la Medicina. Antigüedad clásica. Barcelona: Salvat, 1972. p. 47, 53-55.
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11. Jaeger W. Paideia: los ideales de la cultura griega. 2. ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1962. p. 789.
12. García Gual C. Introducción general. Sobre la formación y tradición del “Corpus Hippocraticum”. En: García Gual C et ál. Tratados hipocráticos. Tomo I. Madrid: Gredos; 1983. p. 41-42.
13. Córdoba Palacio R. La ley cien a la luz de la bioética. En: La bioética y la práctica médica postmoderna. Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana. Instituto de Ética y Bioética; 2005. p. 17-42.
14. Córdoba Palacio R. El ser y el quehacer del médico. En: Córdoba Palacio R. Elementos para el juicio bioético. Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana. Instituto de Ética y Bioética; 2005. p. 97-124.
15. Heidegger M. Caminos de bosque. Madrid: Alianza Editorial; 1995. p. 266.
16. Martí Ibáñez F. Ser médico. MD en Español 1975; 1 (1): p. 6.


http://personaybioetica.unisabana.edu.co/index.php/personaybioetica/article/view/1756/3933

Nota

Este es un espacio para compartir información, la mayoria de los materiales no son de mi autoria, se sugiere por tanto citar la fuente original. Gracias

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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