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Voces para la paz (II)

viernes, 7 de mayo de 2010

Voces para la paz (II)

Luis Fernando Fernández Ochoa Doctor en Filosofía de la Universidad de Salamanca (España)
Profesor Facultad de Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín elpulso@elhospital.org.co

Decíamos en el anterior artículo que ser hombre es haber aceptado un papel en el teatro de la vida social, que es un relato, una madeja de palabras bien o mal intencionadas, un cúmulo de imaginerías y un circuito de significaciones y sin-sentidos. Por esa razón nos cabe una alternativa ética: rechazar los «guiones» violentos y decidirnos por los que mejor se ajusten a nuestra dignidad humana.
Esta afirmación nos lleva al problema del lenguaje en sí mismo. Gran parte de los lingüístas contemporáneos dicen que el lenguaje es sintaxis, que la capacidad de hablar es capacidad de construir frases gramaticalmente correctas. Desde este punto de vista el lenguaje está cerrado sobre sí mismo y los problemas éticos nada tienen que ver con él. Pero el lenguaje posee también una dimensión semántica. Por ello, si el lenguaje significa, la ética juega en él un papel importante. No obstante, lo que más nos interesa desde el punto de vista ético es la dimensión pragmática del lenguaje. La lengua no sólo constituye un sistema que adicionalmente se refiere a algo, posee además la «función» de comunicar, abriendo la posibilidad de la veracidad o la mendacidad.
Toda palabra, en consecuencia, funciona como un «estímulo» que reclama una «respuesta». Moralizar el lenguaje, entonces, será atender a la dimensión emotiva que le es intrínseca, ya que las palabras no se dirigen solamente al razonamiento sino también al sentimiento, generando en el receptor algún movimiento interior. De ahí que quepa ordenar moralmente ese lenguaje y usarlo con sobriedad y moderación, para que al decir no violentemos sino que promovamos y provoquemos comunicación, no indisposición.
La ética del lenguaje exige atención a la realidad, ejercicio de la prudencia, sentido de la oportunidad y, sobre todo, nos obliga a detenernos «entre» las palabras, para elegir las más adecuadas de acuerdo con la circunstancia. Se trata de pensar lo que vamos a decir y aún de revisar lo que hemos dicho, para tomar conciencia de la manera como nos situamos frente a los demás y tratar de sopesar las impresiones que hemos causado. La raíz de la acción humana es (o debería ser) el pensamiento, y como pensamos con palabras, reformar el lenguaje que usamos puede ser el comienzo de una mejora substancial de nuestra mentalidad y nuestro comportamiento. Quizás liberando el lenguaje del lastre de la violencia, pongamos las bases para que nuestra conducta sea más razonable y el camino hacia el entendimiento interhumano sea allanado.
«Catar» las palabras para dar con las más adecuadas y con el tono indicado puede producir una respuesta completamente contraria a la que produciría un torrente de estulticias, una palabra altisonante o dicha a destiempo, o una entrega imprudente al «demonio de la polémica». En definitiva, del mismo modo que «no puede pronunciarse el nombre de Dios en vano» tampoco ninguna palabra puede pronunciarse impunemente, puesto que toda palabra es acontecimiento que transforma la realidad.
Con base en esto podemos pensar que la modificación del vocabulario puede resultar muy significativa dado que un nuevo léxico, libre de lo que hemos llamado violencia verbal y aún gestual, podría suscitar una nueva manera de ser y de vivir, puesto que, al fin y al cabo, somos las palabras que formulamos.
Las condiciones de vida pueden depender de las palabras que usemos: una palabra violenta puede destrozar aquello de lo que habla o destruir a quien se le habla o de quien se habla, así como una palabra cálida edifica, une, estimula y respalda. Aún en el caso de la reprensión o de la crítica, si se habla con tacto y sensatez, si se llama la atención o se critica teniendo en cuenta la dignidad de la persona, si se le habla respetuosamente, sin ambigüedades, sin indirectas ofensivas, sin términos de doble fondo, y con el propósito de alcanzar un mejoramiento ostensible en su conducta, los resultados suelen ser positivos, puesto que el reprendido o el criticado, al no sentirse ultrajado sino interpelado, alcanza algún nivel de claridad significativo y sabe a qué atenerse. Muy distinto de lo que sucede si el tono es agresivo, si el modo es el de la indirecta cáustica o si la intención es molestar.
Nos resta considerar, respetado lector, el modo de decir las palabras. En la próxima entrega abordaremos este tema y con ello terminaremos esta serie.


NOTA: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -CECOLBE-.

http://www.periodicoelpulso.com/html/may03/opinion/opinion.htm

Nota

Este es un espacio para compartir información, la mayoria de los materiales no son de mi autoria, se sugiere por tanto citar la fuente original. Gracias

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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