Serotonina, infelicidad y mercadeo
Autor: Carlos Alberto Gomez Fajardo
Con frecuencia se recuerda la clásica novela de Aldous Huxley “Un Mundo Feliz”. Aquella obra ha llegado a ser sinónimo de crítica a una civilización en la que ocurre la despersonalización máxima: el individuo es aniquilado ante los imperativos del bienestar colectivista. En un ámbito de eugenesia e igualitarismo todos viven en un paraíso artificial rigurosamente controlado por un estado omnipresente y anónimo, aparentemente amable con todos, pero vigilante e implacable con quien pretenda manifestar su autonomía. Se espera de todos que asuman patrones de conducta “políticamente correctos” y simétricos: trabajo-placer-trabajo-placer. Se repiten monótonamente los nuevos imperativos, la productividad, la eficiencia, la risa colectiva.
La obra de Huxley está a tono con la preocupación orteguiana respecto al “hombre masa”, prefigurada por el pensador español en la primera mitad del siglo XX. Cuando cundía entre la muchedumbre la insatisfacción existencial, cuando alguien se comportaba diferente, las autoridades se apresuraban a repartir el “soma”, una especie de píldora de la felicidad. El rebaño acudía a sus proveedores de paz colectiva y pronto todo retornaba a la calma. En el mundo sometido dócilmente a los imperativos del mercadeo, se logra la comercialización y estandarización de todos los bienes, incluido el de la salud; el consumidor ideal es un “homo económicus”. No escapa el campo de la mente humana y sus desórdenes, a la misma dinámica impulsada por la difusión de patrones y de conceptos definidos: ahora el síntoma mental corresponde a un trastorno bioquímico; las empresas farmacéuticas logran ventas fabulosas satisfaciendo las nuevas necesidades de los consumidores; se llega a hablar de epidemia de trastornos sicológicos: cunden síntomas como ansiedad, insomnio, trastornos de concentración, depresión, estados disfóricos. El mercadeo se dirige hábilmente a la promoción del síntoma y a la creación de la necesidad hacia el potencial usuario-cliente, como también sucede con el sildenafil, ejemplar caso de una visión parcial y reducida de lo que es la interioridad psicológica del ser humano. Es un fenómeno sociológico mayor: en los diez últimos años el consumo de antidepresivos en el Reino Unido ha aumentado 234 %. En los Estados Unidos el 10 % de las mujeres consumen medicamentos antidepresivos. Se activan las cajas registradoras de unos cuantos hábiles “benefactores” que saben derivar recursos del servicio que prestan. Quizás a algunos padres de familia les pueda sonar conocido el tema cuando recuerden en sus proximidades familiares aquel caso del niño desatento o inquieto en clase que se “controla” con cierto medicamento. El consumismo promueve en el usuario la generación del deseo insatisfecho; determina la necesidad de comprar como si el ser humano en sus aspectos de voluntad-deliberación-intencionalidad fuera un complejo saco de reacciones bioquímicas. Es el tiempo de la negación de la libertad; el “homo sapiens” es apenas un ejecutor de órdenes de compras, un robot consumidor en busca de la felicidad pre-diseñada. Ya hay quienes esperan encontrar un fármaco modulador de neurotransmisores para controlar el comportamiento del “comprador compulsivo”. Pronto se le podrá también vender el producto terapéutico a ése usuario-cliente, necesitado de ello. Se tratará, lógicamente, de un cliente con capacidad de compra para el específico. Este círculo vicioso es una de las consecuencias de un horizonte antropológico que se estrecha y degrada ante la indiferencia del rebaño que se obstina en creer que la felicidad es cuestión de serotonina.
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