¡Diecisiete intentos!
Autor: Carlos Alberto Gomez Fajardo
Algo ha de andar muy mal cuando se ha intentado en múltiples ocasiones -diecisiete en total- reformar en el congreso, la inicua ley 100. Tal ha sido el tema, desde la puesta en operación de aquel sistema mercantilista, de los interminables debates y propuestas en las comisiones séptimas de senado y cámara. Allí está el escenario en que desfilan los “actores” involucrados: cabildeo de diversos intereses en juego, infinidad de variaciones y propuestas alrededor de un esquema estructuralmente erróneo.
Aún existe quien dice que se “necesita reglamentación”, en postura que bordea lo inverosímil –cuando no el cinismo- ante el observador de lo sucedido en el tema de la salud en estos años. Para discernir qué ha pasado se necesitarían volúmenes; es imposible hacer una disección del tema, pero sí cabe señalar algunos de los puntos criticables y susceptibles de mejorar al respecto, si existen oídos que escuchen y conciencias que deseen rectificar. La salud no puede ser entendida como un negocio. Aquella comprensión, de inspiración materialista y utilitarista nace de un error antropológico, filosófico y político de magnitud fundamental. El tema legislativo no puede reducirse -desafortunadamente así ha ocurrido hasta hoy- a la confrontación de grupos de intereses que luchan en una selva de búsqueda de “tajadas del mercado”, para usar la feroz terminología que impusieron sus promotores. Se omitió la dimensión humana fundamental que subyace al acto médico como expresión concreta de la solidaridad; se negó la realidad básica del encuentro entre una confianza y una conciencia en que consiste el acto terapéutico. Se pretendió reducir el hecho médico a la condición de un accionar tecno-centrista y burocrático, de sabor jurídico y comercial, como si la desconfianza entre las partes fuera el factor común que las uniera, como si se tratase de conjugar el ánimo de lucro de un inversionista con la necesidad apremiante de quien padece: aquí hay una colosal pérdida del horizonte antropológico que debiera guiar el ordenamiento social solidario. Los principios mencionados por quienes impusieron la ley -solidaridad, universalidad, cobertura- no existen; son apenas retórica. Están basados en una visión materialista del estado como regulador de transacciones comerciales; ello es opuesto al sentido auténtico de la solidaridad. No hay un espacio para la solidaridad –padecer con el otro, ponerse en su radical situación de necesidad- en el entendido de Adam Smith y sus sucedáneos, pues para ellos hay un motor de la economía, el lucro egoísta. Hasta ahora la ley, con aquel supuesto, ha permitido que el poder de decisión médica se concentre en manos de financistas. No son gratuitas las abundantes críticas al papel paradójico del auditor médico; en este maremágnum normativo, aparece la figura del “defensor del paciente” como si su propio médico tratante fuera un agresor de quien aquel debe defenderse. No es realista olvidar que el mercader aboga por sus intereses y rentabilidades, usando de los medios que la ley legitime. El auditor es apenas un empleado, dependiente y subordinado del intermediario financiero. El rostro del paciente ha sido oscurecido por un eclipse: la ley ha permitido la discriminación y la selección adversa como modo lícito de actuar. Es típico el caso de la concentración de enfermos renales en determinados entes. La figura de la enfermedad catastrófica (¿“catástrofe” para quién, para el enfermo o para su asegurador?) relata la misma realidad injusta. El trabajo del personal relacionado con áreas de la salud se ha convertido en un entorno de alta desmotivación y desengaño. La medicina y las profesiones afines no han sido consideradas de acuerdo a la realidad humana y a las dimensiones sociológicas de su razón de ser, de su “ethos”: fue omitido el respeto por el ser humano menesteroso, propio de una concepción de la solidaridad y del compromiso colectivo auténticamente humanos. Los legisladores ignoraron las magnitudes políticas de la sucesión de errores en que incurrieron desde el inicio. Permitieron reducir el tema de la salud a los esqueléticos téminos de Smith y de Marx; que parecen hacer sido los que inspiraron originalmente la inicua ley 100, pensada apenas por y para “homo económicus”. Los intentos legislativos deben ser algo más que la puja de quien más vocifere en una feria de intereses de diversos actores. Es menester que se indague en las bases filosóficas que acudan a una comprensión humana realista y afirmativa sobre el ser humano y la sociedad. Es la persona concreta la razón de ser del estado. En el caso contrario, el que hoy vivimos, impera un oprobioso desierto en el cual el individuo frágil y contingente es aniquilado por las fuerzas impersonales del anonimato, la mercadotecnia y el utilitarismo.
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