Biopolítica y filosofía
El filósofo italiano Roberto Esposito, que en la próxima semana visitará la Argentina para brindar una serie de conferencias, explica en este texto exclusivo cuáles son las líneas directrices de Bíos , su último libro, que, junto a Categorías de lo impolítico , se dará a conocer prontamente en castellano
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Domingo 17 de setiembre de 2006 | Publicado en diario de hoy
Como he tratado de demostrar en mi libro Bíos (Einaudi 2004), el nazismo constituye el punto culminante de una política de la vida que se invierte en práctica de muerte. Su caída, sin embargo, no ha puesto un punto final a la biopolítica. Lo comprueba el hecho de que, en sus diferentes configuraciones, ésta tiene una historia mucho más amplia y larga que la del régimen que parece haberla llevado a su resultado extremo. La biopolítica no es un producto del nazismo, sino que el nazismo es el producto paroxístico y degenerado de una determinada forma de biopolítica. Se trata de un punto sobre el que conviene insistir con fuerza, porque puede conducir y ya ha conducido a numerosas equivocaciones.
Contrariamente a las ilusiones de los que imaginaron que se podía saltar hacia atrás el paréntesis nazi para reconstruir las mediaciones, los diafragmas institucionales de la fase anterior, vida y política están tan entrelazadas que desatar el nudo que las une es imposible. Al menos en el mundo occidental, esta ilusión ha sido alimentada por el período de paz que se abrió al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero, prescindiendo de la circunstancia de que dicha paz (o "no guerra", como ha sido la guerra fría) también se basó en el equilibrio del terror determinado por la amenaza atómica y que, por ello, se encuentra completamente inscrita dentro de una lógica inmunitaria, esa paz no ha hecho más que posponer algunas décadas lo que de todos modos habría sucedido luego. El derrumbe del sistema soviético, interpretado como una victoria definitiva de la democracia contra sus potenciales enemigos e incluso como el fin de la historia, señala, en efecto, el fin de esta ilusión.
El vínculo entre política y vida, que el totalitarismo anudó en una forma para ambas destructiva, todavía está frente a nosotros. Más aún, se puede decir que se ha convertido en el epicentro de toda dinámica políticamente significativa. Desde la importancia cada vez mayor del elemento étnico en las relaciones internacionales hasta el impacto de las biotecnologías sobre el cuerpo humano, desde la centralidad de la cuestión sanitaria como índice privilegiado del funcionamiento del sistema económico-productivo hasta la prioridad de la exigencia de seguridad en todos los programas de gobierno, la política aparece cada vez más acorralada contra la desnuda muralla biológica (si es que no lo está sobre el cuerpo mismo de los ciudadanos de todo el mundo). La progresiva indistinción entre norma y excepción, determinada por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia, junto con el flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, señala un deslizamiento ulterior de la política mundial en dirección de la biopolítica.
Es necesario reflexionar también sobre esta situación mundial más allá de las actuales teorías de la globalización. Se puede decir que, contrariamente a cuanto de manera muy diferente sostuvieron Heidegger y Hannah Arendt, la cuestión de la vida forma hoy un todo con la del mundo. La idea filosófica, de derivación fenomenológica, de "mundo de la vida", finalmente, se invierte en aquella simétrica de "vida del mundo". En tanto, el mundo entero aparece cada vez más como un cuerpo unificado por una única amenaza global que, al mismo tiempo, lo mantiene unido y amenaza con hacerlo pedazos. A diferencia de lo que sucedía en otro tiempo, ya no es posible que una parte del mundo (América, Europa) se salve, mientras otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, comparte un mismo destino: o todo junto encontrará el modo de sobrevivir o perecerá todo junto.
Los hechos desencadenados por el ataque terrorista del 11 septiembre del 2001 no constituyen, como se dice comúnmente, el principio. Son sólo el detonador de un proceso que se puso en marcha con el final del sistema soviético, el último katéchon (freno) que detuvo los impulsos autodestructivos del mundo sirviéndose de la mordaza del miedo recíproco. Desaparecido este último freno que otorgó al mundo una forma dual, ya no parece que se puedan detener las dinámicas biopolíticas, que se las pueda contener dentro de los viejos muros.
La guerra en Irak señala, quizá, la cima de esta deriva, tanto por el modo en que ha sido presentada como por la forma en que ha sido conducida. La idea de guerra preventiva desplaza radicalmente los términos de la cuestión respecto de las guerras efectivamente combatidas y también respecto de la llamada Guerra Fría. Comparándola con esta última, es como si lo negativo del procedimiento inmunitario se duplicara hasta ocupar todo el escenario. La guerra ya no es más la excepción, el último recurso, el reverso siempre posible, sino la única forma de coexistencia global, la categoría constitutiva de la existencia contemporánea. De allí, consecuencia de la que no hay que sorprenderse, la multiplicación sin límites de los mismos riesgos que se quisieron evitar. El resultado más evidente es la absoluta superposición de los opuestos: paz y guerra, ataque y defensa, vida y muerte están cada vez más aplastados el uno contra el otro.
Si nos detenemos a examinar más en detalle la lógica homicida - y suicida- de las actuales prácticas terroristas, no es difícil reconocer un paso ulterior respecto de la tanatopolítica nazi. No es sólo que la muerte ingrese masivamente en la vida, sino que la vida se constituye en instrumento de muerte. ¿Qué es, específicamente, un kamikaze , sino un fragmento de vida que se arroja sobre otras vidas para producir muerte? ¿Y no se desplaza el objetivo de los atentados terroristas cada vez más hacia las mujeres y los niños, es decir, hacia las fuentes mismas de la vida? La barbarie de la decapitación de los rehenes parece hacernos regresar a la etapa premoderna de los suplicios en las plazas, con un toque hipermoderno constituido por la platea planetaria de Internet, desde la que se puede asistir al espectáculo. Más que oponerse a lo real, lo virtual constituye, en este caso, su más concreta manifestación, en el mismo cuerpo de las víctimas y en la sangre que parece salpicar la pantalla. Nunca como en estos días, la política se practicó sobre los cuerpos y en los cuerpos de víctimas inermes e inocentes. Pero lo más significativo de la actual deriva biopolítica es que la misma prevención respecto del terror de masas tiende a hacer lo mismo que el terror y reproducir sus modalidades. ¿Cómo leer de otro modo los episodios trágicos, como la matanza en el teatro Dubrovska de Moscú, cuando la policía empleó gases letales tanto para los terroristas como para los rehenes? Y, en otro plano, ¿no es también la tortura, practicada abundantemente en las cárceles iraquíes, una muestra ejemplar de política sobre la vida, a mitad de camino entre la incisión sobre el cuerpo de los condenados de "En la colonia penitenciaria"de Kafka y la bestialización del enemigo de matriz nazi? La señal más tangible de la superposición completa entre defensa de la vida y producción de muerte es, quizás, el hecho de que, en la reciente guerra de Afganistán, los mismos aviones hayan lanzado bombas y víveres sobre las mismas poblaciones.
Con todo esto, ¿el discurso puede considerarse cerrado? ¿Es éste el único resultado posible o existe otro modo de practicar o, al menos, de pensar la biopolítica? ¿Es posible una biopolítica afirmativa, productiva, que evite el retorno imparable de la muerte? ¿Es imaginable, para decirlo con otras palabras, una política no sobre la vida, sino de la vida? ¿Y cómo debería o podría configurarse?
Por el momento, una primera y no inútil aclaración. Aunque acepto la legitimidad de otras propuestas, personalmente, desconfío de todo cortocircuito inmediato entre filosofía y política. Su implicación no puede solucionarse con la absoluta superposición. No creo que la tarea de la filosofía sea proponer modelos de instituciones políticas o hacer de la biopolítica un manifiesto revolucionario o, para respetar los gustos, reformista. Mi impresión es que se tiene que recorrer un camino mucho más largo y articulado, que pasa por un esfuerzo específicamente filosófico de nueva elaboración conceptual. Si, como Deleuze cree, la filosofía es la práctica de creación de conceptos adecuados al acontecimiento que nos toca y nos transforma, entonces, éste es el momento de repensar la relación entre política y vida en una forma que en vez de someter la vida a la dirección de la política - lo que manifiestamente ocurrió en el curso del último siglo-, introduzca en la política la potencia de la vida. Lo que cuenta no es confrontarse con la biopolítica desde su exterior, sino afrontarla desde adentro, hasta hacer emerger aquello que, hasta ahora, ha sido aplastado por la figura de su opuesto.
Por supuesto, la referencia a este opuesto es necesaria, al menos para fijar un punto de partida y de contraste. En Bíos elegí el camino más difícil: partir de la derivación más mortífera de la biopolítica -es decir, del nazismo, de sus dispositivos tanatopolíticos- para buscar precisamente en ellos los paradigmas, las claves, los signos invertidos, de una política de la vida diferente. Me doy cuenta de que esto puede parecer chocante, que colisiona con un sentido común que trató durante mucho tiempo, consciente o inconscientemente, de remover la cuestión del nazismo, de lo que el nazismo entendió y, desafortunadamente, practicó como política del bíos (o, para utilizar más correctamente el léxico aristotélico, de la zoé ) . Los tres dispositivos mortíferos del nazismo (naturalmente no sólo de él, como hoy resulta cada vez más evidente) en los que he trabajado se refieren a la normalización absoluta de la vida, es decir, a la clausura del bíos dentro de la ley de su destrucción; a la doble clausura del cuerpo, es decir, a la inmunización homicida y suicida del pueblo alemán dentro de la figura de un único cuerpo racialmente purificado; y, finalmente, a la supresión anticipada del nacimiento como una forma de cancelación de la vida desde el momento de su surgimiento. A estos dispositivos no les contrapuse algo extraño sino, precisamente, su exacto contrario: una vitalización de la norma más allá de todas las actuales filosofías del derecho; el tema (que ya se encontraba en la fenomenología) de la carne , como lo que resiste a toda incorporación presupuesta; y, por último, una política del nacimiento, entendida como producción continua de la diferencia, contra toda práctica identitaria. Sin poder retomar aquí en detalle los argumentos propuestos, todos ellos plantean una conjugación inédita, mediante la reflexión filosófica, entre lenguaje de la vida y forma política. Cuánto de todo esto pueda ir en el sentido constitutivo de una biopolítica afirmativa todavía no lo podemos saber. Lo que puede hacerse por ahora es señalar las huellas, devanar los hilos capaces de adelantar algo que todavía no emerge en el horizonte.
Por Roberto Esposito
Para LA NACION - ROMA, 2006
Traducción: Edgardo Castro
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