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El Poder sobre la Vida o la Muerte a la Vuelta de la Esquina

miércoles, 15 de julio de 2009

9/24/2006
El Poder sobre la Vida o la Muerte a la Vuelta de la Esquina (Artículo)

(Publicado originalmente en: Revista El Rapto de Europa, Nº 4, año 2004, Madrid, pp. 75-87).


En general los numerosos análisis de la obra de Michel Foucault han centrado su interés en la temática del poder y en sus intrincados vínculos con el saber, o han subrayado la importancia de sus investigaciones históricas sobre la época clásica y de sus diagnósticos sobre la sociedad disciplinaria. De tal modo, suele relegarse a un segundo plano las reflexiones que el filósofo francés bosquejó sobre un principio central de la racionalidad política de Occidente y que hoy ha llegado a cobrar una importancia decisiva. Se trata de la noción de biopoder como elemento clave desde el cual articular un enfoque de los acontecimientos dramáticos acaecidos en el siglo que ha concluido y una perspectiva de los peligros que se nos avecinan en la época de la globalización.

En efecto, Foucault fue el primer pensador que desarrolló un análisis respecto a la función y los alcances políticos de la categoría de biopoder. Así lo hizo en el capítulo quinto de La Voluntad de Saber: «Derecho de muerte y poder sobre la vida», publicado en el año 1976. Dicha sección, en su momento, concitó un frío interés de los comentaristas y los críticos. Se destacaron otros aspectos de la obra en cuestión: la importancia del debate que establecía Foucault con el psicoanálisis (especialmente con la corriente freudo-marxista), el desarrollo del significado y los alcances de la analítica interpretativa del poder, o la configuración del problema del sujeto en torno a los nexos entre deseo, verdad, discurso e identidad. Fueron pocos los que centraron su mirada en la peculiar exploración que dicho capítulo llevaba a cabo respecto a las modalidades de apropiación política de la vida en la sociedad moderna, y menos aún los que observaron que este planteamiento era el verdadero «fondo del libro» [1]. A continuación, desarrollaré un esbozo de algunos de los aspectos fundamentales de este problema e intentaré demostrar la importancia de la cuestión del biopoder para un análisis de nuestro presente.

La noción de biopoder


Con el término biopoder se pretende describir la singularidad de un conjunto de estrategias de saber y de relaciones de poder que se articulan a partir del siglo XVIII. De igual manera que Las Palabras y las Cosas mostraba las diversas mutaciones que sufría el orden epistémico, en el renacimiento, la época clásica y la modernidad, los dispositivos de poder se encuentran sujetos a modulaciones históricas que explican el abandono de unas tecnologías por otras o su posible reordenamiento en vistas a la optimización de su rendimiento. En tal sentido, la expresión biopoder intenta describir una táctica global que caracteriza un conjunto amplio y extenso de técnicas y mecanismos, cuya naturaleza es consecuencia de procesos históricos previos y cuyo desenlace siempre parece abierto a modificaciones estratégicas inesperadas. Cabe destacar esto último puesto que, en reiteradas oportunidades, se ha querido ver en la filosofía política foucaultiana un diagrama de relaciones de poder cuya particularidad estaría en la clausura. No obstante, los escenarios que presenta Foucault siempre responden a una génesis y, como tales, se hallan expuestos a una transformación constante. Así pues, el trabajo crítico consiste precisamente en identificar y describir estos procesos de poder, en desvelar y denunciar los nuevos rostros en que se encarna la amenaza del sometimiento.

En concreto, el nuevo escenario de las relaciones de poder, al que hacemos referencia, consiste en la apropiación de los fenómenos característicos de la vida de la especie humana por estructuras de saber y de poder. El uso de lo biológico como componente de una tecnología política [2]. Dicha dinámica posee una particular génesis que nos retrotrae al problema del poder pastoral y la ascética cristiana. Es decir, los antecedentes del biopoder están íntimamente enlazados con el entramado de relaciones que supone el gobierno de las almas bajo la doctrina cristiana y con el conjunto de técnicas que produjo dicha espiritualidad, como son: la confesión, el examen y la dirección de conciencia. De hecho, a las ciencias humanas les ha correspondido desde el siglo XVIII reinsertar las técnicas de verbalización del modelo pastoral en un escenario diferente, «haciendo de ellas no el instrumento de la renuncia del sujeto a sí mismo, sino el instrumento positivo de la constitución de un nuevo sujeto» [3]. Sin embargo, el poder pastoral no constituye el único antecedente del biopoder, ya que es posible remitir las lógicas de este poder que se ejerce sobre la vida a la idea de poder soberano. Bajo esta última noción se comprende una estructura clave de la racionalidad política occidental que legitima la autoridad del gobernante como una instancia cuyo fin fundamental y cuya tarea es alcanzar el bien común y la salvación de todos [4]. Pero dicha meta evidencia una circularidad, que consiste en asumir que ese estado de bienestar colectivo solamente es posible cuando todos los individuos obedecen al soberano. El fin del gobernante es el bien colectivo y dicho estado sólo es factible resguardando su figura. De tal suerte que la desobediencia generalizada es el principio de la desgracia pública y la obediencia es la fuente principal de la felicidad común. Puestas las cosas así, el objetivo del poder soberano es preservarse a sí mismo y uno de los privilegios centrales que le permiten llevar a cabo esta operación es el derecho de vida y muerte que ejerce sobre sus súbditos [5]. Entonces, la legitimidad del jefe de Estado para disponer de las vidas de los individuos, se sustentará en esta circularidad del principio de soberanía. Siempre que se halle amenazada la existencia del soberano, éste tendrá el derecho de hacer uso de esas existencias en función del interés mayor que es conservar su propia autoridad.

No obstante, habría que hacer una precisión respecto a esta capacidad del soberano de disponer de la vida de los individuos. Se trata más bien de un derecho de matar que puede ser o no ser ejercido, es decir: de un derecho de hacer morir o de dejar vivir. Todas las cabezas de los súbditos se encuentran a disposición de la espada del rey para su certero corte o para reclinarse ante el arma que permanece envainada. En la teoría clásica de la soberanía, existe un derecho de espada cuya lógica desequilibrada supone siempre un ejercicio desde la muerte. El súbdito ante el poder soberano no está, por pleno derecho, ni vivo ni muerto, su estado es completamente neutro ante una instancia que se define por la posibilidad de matarlo o no [6]. De este modo, el poder soberano, entendido como un poder de matar, arrastra sus mecanismos a través de la historia de Occidente. De todas las mutaciones que cabría mencionar aquí, para Foucault, hay una que resulta particularmente importante y que consiste en el desplazamiento del derecho del soberano a defenderse o exigir ser defendido, al derecho del cuerpo social a asegurar su vida, mantenerla y desarrollarla. En este giro, el antiguo poder soberano de matar aparece enmascarado como complemento de un nuevo poder que aspira a la administración de la vida. Así pues, la justificación de la guerra, por ejemplo, ya no será el peligro que se cierne sobre el soberano, sino la necesidad de defender la existencia de todos. Por este motivo, poblaciones completas van a matarse entre sí bajo la necesidad que tienen de vivir; en una paradójica época, como la que nos acompaña desde el siglo XIX, que no se cansa de mostrarnos holocaustos inimaginables y, al mismo tiempo, exacerbadas políticas de multiplicación y regulación de la vida.

Desde este punto de vista, también podría interpretarse el proceso de generalización del castigo que Foucault describe en Vigilar y Castigar. Ahí nos presenta la resonancia del suplicio como la expresión máxima de triunfo del poder soberano que, en tanto fundamento de la ley, juzga al delito como un atentado en contra de su voluntad [7]. Posteriormente, la economía de ese poder de castigar identificará los efectos no deseados de su propio espectáculo de los patíbulos, como el exceso de una fuerza que se localiza al límite de sí misma: no resulta sostenible que un poder que apuesta por el ordenamiento de la vida exprese en el acto de matar su más alta prerrogativa. De tal manera, se va a apostar por una nueva legitimidad del castigo enfocando la figura del criminal como la amenaza biológica a la supervivencia de la sociedad; con lo que la ejecución dejará de ser el arte insoportable y prolongado al que se somete un cuerpo, para convertirse en la «lógica civilizada» que hace que a una vida se le suspendan sus derechos y se le ponga fin en la «delicadeza» de un instante [8].

En todos estos juegos de la vida y la muerte, se dejan traslucir las distintas dinámicas del poder soberano que gira en torno al derecho de hacer morir o dejar vivir y del biopoder cuyo imperativo es el poder de hacer vivir. Dentro de tales procesos, la muerte va a perder los efectos ceremoniales que se le quisieron atribuir como territorio de frontera entre una soberanía terrestre y otra trascendente, para dar espacio al nacimiento de la vida como el gran escenario de los nuevos ritos y mitos de la sociedad moderna. Dice Foucault: «ahora es la vida y a lo largo de su desarrollo donde el poder establece su fuerza; la muerte es su límite, el momento que no puede apresar; se torna el punto más secreto de la existencia, el más privado» [9]. Ello explica, por ejemplo, que el suicidio deje de ser un crimen que atenta contra la facultad de disponer de la muerte, cuyo arbitrio pertenecía al soberano terrestre o trascendente; para convertirse durante el siglo XIX en un campo de problematización del emergente discurso sociológico. Resulta imposible, además, no pensar en este punto en el malestar que atraviesa a Freud con respecto a las pulsiones de vida y muerte en nuestra cultura, en la exuberante y trágica afirmación vitalista de Nietzsche, o en los peligros que Marx atribuía a la administración capitalista de la vida productiva.

En suma, las estrategias de un poder pastoral y de un poder soberano se verán subsumidas por esta absorción de la vida en el dominio de cálculos explícitos de una tecnología política a la que llamamos biopoder. En este desplazamiento jugó un papel importante la explosión demográfica y la industrialización de la sociedad. El esquema de poder de la soberanía se demostró ineficiente en su organización económica y política tanto en el nivel del detalle o de los individuos, como en el nivel de la masa o de la multitud. Esto supuso, en primer lugar, un esfuerzo desde el siglo XVII para recuperar el detalle, adaptando los mecanismos de poder al cuerpo individual mediante el dispositivo disciplinario. Luego, este proceso inicial se completó a fines del siglo XVIII, con una recuperación de las masas mediante su tratamiento como población sujeta a procesos biológicos o biosociológicos [10].


Anatomopolítica y biopolítica


Por ende, existen dos series de mecanismos en que se articula la invasión política de la vida. En primer término, cercando al cuerpo como una maquina a la cual es preciso educar, arrancarle fuerzas para obtener ciertas ventajas, hacerla dócil para integrarla eficazmente en sistemas de control. Esta es la serie de la disciplina como tecnología que se ejerce sobre el cuerpo–individuo en un proceso que abarca el conjunto de la sociedad y que Foucault denomina anatomopolítica [11]. Para este procedimiento de poder los problemas fundamentales son: «cómo vigilar a alguien, cómo controlar su conducta, su comportamiento, sus aptitudes, cómo intensificar su rendimiento, cómo multiplicar sus capacidades, cómo situarlo en el lugar que sea más útil» [12]. Los alcances de la anatomopolítica fueron ampliamente analizados por Foucault en Vigilar y Castigar, al referirse a un continuo disciplinario [13] que atraviesa una serie de instituciones de la sociedad moderna como son el hospital, la escuela, la fábrica, el cuartel militar y las cárceles. En dicho conjunto institucional, es posible identificar una misma estrategia de individualización; así como técnicas equivalentes de gestión del espacio, de cálculo del tiempo y de control del movimiento; o modalidades de vigilancia y examen que buscan la exploración, la desarticulación y la recomposición del cuerpo humano [14]. Estamos frente a la modalidad microfísica del poder que atraviesa los cuerpos individuales en un despliegue que «tiene menos una función de extracción que de síntesis, menos de extorsión del producto que de vínculo coercitivo con el aparato de producción» [15].

Por otra parte, la segunda forma en que se desarrolla el biopoder constituye una tecnología más reciente que Foucault llama biopolítica. Este segundo procedimiento se dirige al cuerpo-especie, es decir: a ese cuerpo que se halla «transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar» [16]. Ese universo de inquietudes será enmarcado en un sistema de controles reguladores que caracterizará a la biopolítica como ejercicio del poder sobre la población. Ahora bien, por población no debe entenderse exclusivamente «un grupo humano numeroso, sino seres vivos atravesados, mandados y regidos por procesos y leyes biológicas» [17], que pueden ser encuadrados en unas tasas específicas de salud y desarrollo. Tal noción gira en torno al descubrimiento de que la relación de poder no pasa únicamente por la sujeción que permite la apropiación de las riquezas y los bienes del súbdito, o el apoderamiento infinito de su cuerpo en el ritual de una sangre que se derrama bajo la espada soberana. Más allá de todo esto, el poder descubre la ventaja estratégica de disponer de los individuos «en tanto que constituyen una especie de entidad biológica que se debe tomar en consideración, si queremos utilizar a esta población como máquina para producir, producir riquezas, bienes, para producir otros individuos» [18].

De tal modo, los problemas fundamentales de la biopolítica consistirán en establecer cómo podemos hacer que la gente tenga más hijos, cómo conseguir la regulación del flujo de población, cómo regular la tasa de crecimiento de una población o los eventuales movimientos migratorios, etcétera. En semejante contexto de inquietudes, la biopolítica se servirá instrumentalmente de la estadística y de diversas entidades administrativas, económicas y políticas de regulación. Particular importancia reviste la estadística, ya que será precisamente este tipo de conocimiento el que va a permitir la observación de las regularidades de la población, y la constatación de la especificidad de sus fenómenos como algo irreductible al marco limitado de la familia que hasta ese momento había privilegiado el poder soberano [19]. Efectivamente, en la era de la biopolítica, la familia se convertirá de entidad agente, en simple pieza estratégica para un gobierno de las poblaciones que aspira a una gestión profunda, delicada y detallada de su objeto [20]. Cabe agregar, que este aparato estadístico y administrativo del biopoder se despliega reduciendo a los individuos a medidas y cifras que manipula una burocracia política. Esto supone la pérdida de los caracteres distintivos de las individualidades y, con ello, la ventaja de un funcionamiento abstracto que puede desprenderse fácilmente de cualquier evaluación ética. No se trata con personas sino con números, al estilo de los burócratas del Tercer Reich que reconocían trasladar «unidades» en trenes durante la Segunda Guerra Mundial y no seres humanos. Vale decir, el aparato estadístico y administrativo de la biopolítica opera de acuerdo al principio de invisibilidad de las víctimas [21]. En el tratamiento calculado y en la planificación racional de la población se oculta el rostro singular y único del dolor individual.

En conclusión, estos descubrimientos del cuerpo y la población como elementos a partir de los cuales constituir procedimientos políticos, representan los dos acontecimientos en cuyo engranaje se configura un hecho crucial para la cultura occidental: la época del biopoder. Un fenómeno que Foucault considera decisivo para el desarrollo del capitalismo puesto que «éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos» [22]. Pero, es preciso indicar también que todo esto no significa que la vida haya sido integrada de manera definitiva a un poder que la administra, más bien cabría afirmar que la vida escapa permanentemente a estas tecnologías de disciplinamiento y regularización [23]. Ello explica la reconfiguración constante de estas tecnologías, el hecho de que el biopoder persista como apuesta política de la sociedad moderna y la existencia de formas de lucha o resistencia que consisten precisamente en una demanda del derecho a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, o a la satisfacción de las necesidades.

Por otra parte, conviene esclarecer aquello que permite el engarzamiento de las tecnologías del cuerpo y de la población en una meta común, o lo que es lo mismo: establecer los fines que este modelo de poder persigue en su intervención radical de la vida. Al respecto, habría que decir que lo disciplinario y lo regularizador representan estrategias que no operan al mismo nivel, lo que les permite no excluirse y articular sus mecanismos unos sobre otros. De hecho, la génesis del biopoder supone el paso de un escenario en que estos mecanismos resultaban fácilmente distinguibles, a un contexto en el cual aparecen íntimamente concatenados. Según Foucault, «el elemento que va a circular de lo disciplinario a lo regularizador, que va a aplicarse del mismo modo al cuerpo y a la población, que permite a la vez controlar el orden disciplinario del cuerpo y los acontecimientos aleatorios de una multiplicidad biológica, el elemento que circula de uno a la otra, es la norma» [24]. Por ende, el biopoder tiene por meta calificar, medir, apreciar y jerarquizar acorde a una norma. El concepto de norma no implica solamente una producción social e históricamente construida, sino que cumple también una función constituyente al establecer líneas divisorias dentro de las relaciones sociales. Esta función de demarcación social es la característica principal de la norma y rige a un nivel anatomopolítico y biopolítico. Es decir, la tecnología de poder centrada en la vida se sirve de la norma para realizar una demarcación extensa de los cuerpos y de las poblaciones. Su efecto principal es la articulación de una sociedad normalizadora [25]. Dado esto último, podría afirmarse que el biopoder opera en atención al sueño político de la ciudad apestada que Foucault describe en Vigilar y Castigar [26]: el deseo de la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre cada uno de los cuerpos individuales, la utopía de la ciudad perfectamente gobernada, la fantasía de una sociedad normalizada. No obstante, en ese espacio recortado que intenta apropiarse de la vida, indudablemente la muerte o el derecho de matar no pierden su lugar. ¿Cómo es posible que un poder político que aspira a la normalización de la vida desate mecanismos de exterminio y haga morir bajo el emblema del derecho de vivir?

La respuesta a semejante paradoja implica, para Foucault, poner en conexión la idea de sociedad normalizadora con el problema del racismo. De este modo podemos constatar que el poder de normalización puede hacer uso de las antiguas prerrogativas del poder soberano de matar siempre y cuando su acción sea legitimada por un imperativo biológico equivalente, esto es: el racismo. Solamente es el racismo el que permite hacer un «corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir» [27] y, a partir de eso, desfasar en una población ciertos grupos de otros identificando aquéllos que constituyen la amenaza externa, para luego hacer aceptable darles muerte en nombre de la vida. Esta muerte no supone exclusivamente el exterminio físico de los individuos, sino también la exclusión y el rechazo que en ciertas oportunidades lo preceden. El racismo no sería una simple toma de posición ideológica que realiza un determinado grupo, sino que una estructura constitutiva del dispositivo de biopoder con una doble funcionalidad. Por un lado, permite fragmentar el campo biológico, separar unos grupos de otros, organizar a los individuos entre aquellos que merecen proliferar y aquellos que se precisa extinguir; y, por otra parte, legitima la muerte, la diseña como una especie de efecto colateral que se justifica por un bien más general: la conservación de la vida colectiva, tarea que exige la destrucción de la especie degenerada que representa un peligro.

Ahora bien, el hecho de que estas dos funciones caractericen el sistema de relaciones de poder de la modernidad, implica que toda vez que una sociedad normalizadora necesite avanzar hacia la práctica del exterminio estallará el racismo como tecnología instrumental que hace posible dar el salto desde el cultivo de la vida a la siembra de la muerte. El poder ha llegado a convertirse, en la modernidad, en una entidad biopolítica y, como tal, intenta su autoconservación, lo que le demanda disponer también de la muerte como recurso principal de cualquier sistema de dominación. En este sentido, el racismo subyace como una potencia de la modernidad, y se presenta como la concreción y la actualización de una categoría moderna. Bajo tal perspectiva, la sociedad nazi sería el ejemplo más extremo y la consumación más acabada de todas estas fantasías políticas de la vida y de la muerte. Por una parte, porque ese régimen es la expresión suprema de un modelo disciplinario que se integra con toda una política estatal de regulación biológica y aseguramiento de la población; y, por otro lado, dado que ese desarrollo paroxístico del biopoder se vio acompañado por una exacerbación equivalente del derecho soberano de matar cuyo telón de fondo fue la idea de raza [28]. No por nada, un ex médico nazi señaló en su oportunidad: «el nacionalsocialismo fracasó porque no pudimos desarrollar suficientemente la enseñanza de la biología, no pudimos impartir a la gente los necesarios conocimientos biológicos» [29].

Así las cosas, el biopoder nos enseña un rostro que lo liga a la experiencia del holocausto, en un sentido que nos hace pensar dicho drama del exterminio genocida como el efecto de lógicas constitutivas de la modernidad y no como la eventual suspensión del supuesto universo de valores humanistas que ésta contendría. Aquí, cabría preguntarse hasta qué punto nos hemos alejado de tales experiencias en nuestro presente y si aquellos elementos constitutivos de la modernidad no son aún las bambalinas de nuestra época actual. Ciertamente, como lo plantea Foucault, el hombre ya no es ese animal viviente que, además, es capaz de existencia política. La historia ha invertido ese orden del problema colocando las relaciones de poder sobre lo biológico [30]. Pero tal vez, aún hoy seamos ese animal en cuya política se encuentra puesta en entredicho su vida de ser viviente. En pocas palabras, la cuestión no residiría en dibujar un panorama más o menos claustrofóbico de los mecanismos de poder en nuestras sociedades, más bien se trata de alertarnos de los peligros que contiene una nueva forma de ejercicio del poder que ha puesto en práctica la civilización occidental. Por tanto, la descripción del entramado de estrategias que implica el dispositivo del biopoder puede entenderse por sí misma como una toma de posición ética muy concreta y decisiva del filósofo francés. Así lo ha notado James Bernauer, quien sostiene que en la obra foucaultiana reside una tarea ética que consiste en: «apartarnos de las fuerzas que procuran someter la existencia humana a la vida biológica» [31]. Sería un llamado de atención respecto a los riesgos que arrastra esta racionalidad política que insiste en la apropiación de la vida bajo códigos biológicos. Foucault quiere denunciar el sufrimiento individual y colectivo que se halla inscrito en los fundamentos mismos del dispositivo de biopoder.


Biopoder, holocausto e imperio


Foucault no desarrolló más extensamente estos planteamientos sobre el problema del biopoder, sino que prefirió dirigir la mirada, en sus últimos años de vida, desde esta zona inquietante de la modernidad, a un espacio de búsqueda y construcción de un modelo de subjetividad relacionado con la antigua sabiduría grecorromana del arte de vivir. No obstante, dicha labor sí ha sido realizada por otros autores que han centrado sus investigaciones en aspectos que el propio filósofo francés no alcanzó a vislumbrar, profundizando notablemente en la trascendencia de este concepto para comprender nuestra racionalidad política contemporánea. En tal perspectiva, podrían indicarse brevemente dos elementos fundamentales no considerados por el análisis foucaultiano y que hacen patente el significado crucial del problema del biopoder.

En primer lugar, como señala Agamben, Foucault no trasladó su instrumental reflexivo al lugar que ocupa por excelencia la biopolítica moderna: los Estados totalitarios del siglo XX. Sin duda, resulta peculiar que una investigación sobre las tecnologías de saber y poder desplegadas en los hospitales y en las prisiones hasta el siglo XIX como elementos clave en el desarrollo de la sociedad disciplinaria, no haya necesariamente concluido con un planteamiento sobre los campos de concentración en el marco del autoritarismo genocida del último siglo [32]. Al no ser así, Foucault habría desatendido el hecho medular de que la biopolítica es una condición fundamental para que se constituya una política autoritaria. Este aspecto resulta particularmente importante puesto que permite establecer la existencia de una continuidad entre los Estados democráticos y los Estados totalitarios en cuanto al control y al cuidado de la vida. Aunque diferentes en su organización, ambos sistemas evidenciarían una peligrosa matriz común que hace de las líneas divisorias supuestamente firmes y fijas entre ellos, una frontera movediza y problemática.

Desde este prisma, cabe comprender la afirmación de Agamben respecto a que el campo de concentración en cuanto espacio puro, absoluto e insuperado de la biopolítica, es el paradigma oculto del espacio político de la modernidad [33]. En tal sentido, el campo de concentración no se instituye ni se edifica en medio de la catástrofe, sino que siempre se encuentra allí presente como un estado de excepción que ha sido incorporado. Su paradojal figura sería equivalente a la de un «afuera» que ha llegado a ser incluido en la norma. Así pues, el telón de fondo sobre el cual se monta la escenografía de nuestro ordenamiento jurídico y de su exterioridad interiorizada es la dimensión biopolítica del poder; lo que supone que entre los Estados totalitarios y los Estados democráticos subyace una misma racionalidad política. Esto puede ilustrarse a través de la dinámica del proyecto democrático-capitalista que pretende por medio del incremento del desarrollo económico y la imposición de un modelo político, social y cultural poner fin a las masas de marginados y excluidos que quedan fuera del disfrute y del consumo de los logros del sistema. Se trata, ni más ni menos que de un proyecto que busca «hacer advenir un pueblo» en que los pobres, los inmigrantes, los analfabetos del consumo, los no integrados y los apocalípticos sean «desplazados» por «individuos emprendedores», con alto rendimiento y productividad, mano de obra barata y dócil, consumidores insaciables y conversos del mercado. Tras este imperativo de dividir al pueblo y buscar las estrategias más eficientes para articular «la mejor de las vidas posibles», se esconde una lógica que es análoga a la del campo de concentración. La razón pretende planificar cada detalle de un proceso complejo cuyo resultado debe ser que la «vida impura» deje su espacio a formas de «vida superior».

En una dirección semejante a la de Agamben, se orientan los análisis del sociólogo Zygmunt Bauman, para quien el holocausto no debe ser pensado como un mero tropiezo de la modernidad, sino como la consecuencia de condiciones muy precisas que se hicieron posibles por medio del desarrollo del proceso civilizatorio. Estos elementos son, entre otros, el racionalismo burocrático, la producción de indiferencia moral que distancia el acto de sus consecuencias y el desarrollo de un poder que se caracteriza por el despliegue exhaustivo del diseño y la ingeniería social. Para Bauman, un Estado premoderno se diferencia de un Estado moderno por la «política de jardinero» que este último efectúa. Mientras el primero opera como un «guardabosque» confiando en que la sociedad se reproduzca por sus propios medios como si se tratase de una naturaleza inmodificable que se dona ciclo tras ciclo regida por sus propias leyes, el segundo diseña detalladamente el césped, distingue «sabiamente» las buenas plantas de las malas hierbas y tiene la decisión para exterminar con venenos adecuados las malezas que alteran el orden y la armonía de su jardín [34].

Como se observará, el Estado jardinero de Bauman es el Estado biopolítico de Foucault. La modernidad articula una cultura de jardín en que el orden es concebido como un diseño artificial desde el cual se clasifica, separa y finalmente elimina todo lo que es inútil, inoportuno, nocivo o dañino [35]. Al mismo tiempo, se privilegia lo que corresponde a dicho orden administrativo, valorándolo y cultivándolo como materia prima. Este sesgo y sus consecuencias, muestran que el genocidio moderno pertenece a las posibilidades de un Estado jardinero, que el holocausto es la consecuencia del impulso moderno hacia un mundo absolutamente diseñado y controlado [36]. En suma, el Estado jardinero es biopolítico porque crea la vida y porque en dicho proceso se hace cargo de problemas y dificultades que debe manufacturar, administrar o controlar de algún modo. Las alternativas frente a los conflictos son en general muy amplias para la estructura burocrática de un Estado semejante, encontrándose entre ellas una herramienta radical: «la solución final», el exterminio como parte de ese proceso creativo de la vida. En tal contexto, el racismo es un método entre varios, que racionaliza y combina las estrategias de la jardinería y de la medicina al servicio de la construcción de un estructura social artificial. Lo cual se logra «eliminando los elementos de la realidad actual que ni se ajustan a la realidad perfecta soñada ni se pueden modificar para que lo hagan» [37]. El racismo es la última carta de un juego ambicioso de control y administración de los seres humanos que resulta esencial a la modernidad.

Así pues, el holocausto no es un accidente en medio del escenario bélico de la Europa de la primera mitad del siglo XX, no representa un hecho trágico pero puntual del cual tomamos distancia con el paso de los años. Por el contrario, en él se conjugaron todas las posibilidades de ingeniería social y todos los mecanismos biopolíticos de la modernidad frente a un «grupo antagonista»: los judíos. Después del holocausto, dichas posibilidades y mecanismos subsisten, al igual que nuevos grupos antagonistas que hoy en día subvierten el trazado férreo de límites que el modelo económico y social pretende imponer. No debe extrañarnos, entonces, aunque sí inquietarnos, el que la retórica racista regrese una y otra vez en los escenarios políticos contemporáneos arguyendo a favor de la segregación y la exclusión, como ocurre con respecto al fenómeno de la inmigración. En síntesis, lo que hizo posible el holocausto sigue siendo parte de nuestras vidas: la vida políticamente subsumida y dispuesta para el exterminio. El holocausto no ha desaparecido. En la sociedad de la vida hecha materia y fuente de consumo, la muerte se encuentra a la vuelta de la esquina.

Un segundo aspecto no desarrollado por Foucault en su investigación del biopoder guarda conexión con aquello que recientemente Hardt y Negri han denominado la génesis del Imperio. Según estos autores, «los trabajos de Michel Foucault han preparado el terreno para un examen de los mecanismos del poder imperial» [38]. En tal perspectiva, el análisis del filósofo francés permitiría comprender el tránsito dentro de la modernidad desde una sociedad disciplinaria a una sociedad de control. La primera supondría una comprensión del dominio social como una lógica sustentada en dispositivos y tecnologías de incentivo de la eficacia e incremento de la productividad que establecen parámetros de normalidad y sancionan cualquier eventual desviación. Se trata de una fase temprana del capitalismo a la que se solapa una segunda modalidad del sistema en que los mecanismos de coerción «se vuelven siempre más democráticos, siempre más inmanentes al campo social, y se distribuyen completamente por los cerebros y los cuerpos de los ciudadanos» [39]. En la sociedad de control, continúan Hardt y Negri, las dinámicas de integración y exclusión que despliegan las relaciones de poder son interiorizadas por sujetos, se generaliza el efecto de los aparatos normalizantes de la disciplinariedad por vías que trascienden los espacios meramente institucionales para involucrar redes de información y comunicación, sistemas de asistencia social, actividades encuadradas, etcétera.

Por otra parte, en opinión de estos autores, los análisis foucaultianos permitirían además identificar la naturaleza biopolítica del nuevo paradigma de poder de la sociedad globalizada [40]. En efecto, en el caso de la sociedad disciplinaria, las consecuencias del biopoder habrían sido aún parciales ya que los sujetos no resultaban completamente subsumidos por la lógica de administración de la vida. Sin embargo, con el devenir de la sociedad de control el poder se hizo por entero biopolítico y esto ocurrió una vez que el individuo se integró totalmente y de forma voluntaria como una función más que reforzaba el dominio efectivo sobre la vida. Entonces, el conjunto del cuerpo social resulta apresado por un poder que invade las conciencias y los cuerpos de la población con un «manto de libertades ilusorias». Lo que desecha desde ya, como algo quimérico, el sentido de cualquier resistencia frente a un mundo que aparece como el único posible y como fruto de nuestras propias opciones.

No obstante, Hardt y Negri consideran que Foucault condiciona su enfoque de la naturaleza biopolítica del poder a una «epistemología estructuralista» [41] que le impide comprender a cabalidad lo que (o el quién) dirige exactamente el sistema coercitivo y aquello en que propiamente consiste esa vida producida por una dinámica política. Ante esto, habría que indicar que el biopoder posee en la sociedad contemporánea un carácter imperial, sus mecanismos ya no se limitan a las lógicas de administración y planificación del Estado. La ingeniería biopolítica se encuentra globalizada y se desenvuelve a partir de las sociedades transnacionales y multinacionales que representan la nueva inteligencia al servicio de la apropiación y la captura de la vida. Por una parte, los Estados naciones se convierten, ante el poder bioimperial, en meros «instrumentos para registrar los flujos de mercancías, las monedas y las poblaciones que se ponen en movimiento» [42]. Por otro lado, la vida que es objeto de producción no debe comprenderse como una especie de naturaleza bruta externa a las lógicas del capital globalizado, la vida no va a ser una unidad inestable que se resista a la maquinaria imperial sino que constituirá una variable completamente atravesada por la red financiera. Es decir, nada se encuentra fuera del campo del dinero, todo deriva en mercancía y transacción económica. Esto ocurre de tal modo que el capitalismo globalizado engendra subjetividades como mercancías, produce productores y organiza la vida para y por el consumo.

Ahora bien, el cruce de esta dinámica imperial del poder y la práctica biopolítica renueva la alarma sobre la virtualidad del exterminio que acecha a la modernidad tardía. Bauman ya expresaba esta inquietud al caracterizar la fórmula del genocidio como una explosiva mezcla entre la ambición típicamente moderna de diseño social y de ingeniería (carácter biopolítico de la modernidad) y la concentración de poder, recursos y capacidad material (carácter totalitario de la modernidad) [43]. El holocausto del pueblo judío es un episodio terrible y macabro de conjunción de los factores de esta fórmula. Solamente la falta de un poder absoluto limita el impulso moderno al diseño global y su descontrol genocida, y brinda la salvaguarda para que no ocurran nuevos episodios similares. Por tanto, la posibilidad de la combinación de tan aterradores elementos sigue presente y probablemente se incremente día a día en directa proporción con el aumento de la concentración del poder planetario en unos pocos agentes. De hecho, ¿no estamos hoy a las puertas de la consolidación de un poder imperial y con ello de la unipolaridad del mundo? ¿no son signos evidentes de tales procesos la nueva doctrina de la guerra defensiva, la criminalización del adversario político y la imposición global de un modelo económico y cultural? Desde esta desoladora preocupación, considero que la categoría de biopoder es una clave fundamental para pensar la racionalidad política de Occidente y establecer los peligros que configuran nuestro presente. Me parece que es tiempo de dar curso a un pensamiento que asuma con pleno rigor la certeza escalofriante de que Auschwitz tuvo lugar y que su lugar sigue siendo el nuestro. Un trabajo reflexivo que responda al sufrimiento de nuestra memoria señalando las sombras del porvenir que acompañan los días que vivimos. Las palabras aún no son suficientes para acallar el silencio que nos amordaza. Es preciso volver a nombrar, decir por ejemplo: «Guantánamo está allí».


[1] De este modo lo plantea, el propio Foucault, en una entrevista del año 1977: «...esta última parte, nadie habla de ella. A pesar de que el libro es corto, sospecho que mucha gente no ha llegado nunca a ese capítulo. Y es precisamente el fondo del libro». Cfr.: Michel Foucault.«El Juego de Michel Foucault». Madrid: Ediciones de La Piqueta, 1991, p. 155.
[2] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Madrid: Siglo XXI, 1998, p. 87.
[3] Michel Foucault. «Las Técnicas de Sí», en: Michel Foucault. Estética, Ética y Hermenéutica - Obras Esenciales- Vol.III. Barcelona: Paidós, 1999, p. 474.
[4] Michel Foucault.«La Gubernamentalidad», en: Michel Foucault. Estética, Ética y Hermenéutica. Obras Esenciales: Vol.III. Barcelona: Paidós, 1999, p. 185.
[5] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p.163.
[6] Michel Foucault. Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 218.
[7] Michel Foucault. Vigilar y Castigar: Nacimiento de la prisión. México: Siglo XXI, 1995, p. 40 y 53.
[8] Por ejemplo: la guillotina. Resulta anecdótico el hecho de que fuese presentada ante la asamblea revolucionaria como un instrumento de «muerte civilizada». Evidentemente esto ocurrió poco antes del «gobierno del terror», donde los mismos que en su momento la aplaudieron y aprobaron tendrían la oportunidad de comprobar en carne propia ese «progreso racional» de la pena de muerte.
[9] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p.167.
[10] Michel Foucault. Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). Op. Cit, p. 226.
[11] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p. 168.
[12] Michel Foucault. «Las Mallas del Poder», en: Michel Foucault. Estética, Ética y Hermenéutica. Obras esenciales: Vol.III. Barcelona: Paidós, 1999, p. 243.
[13] Patxi Lanceros. Avatares del Hombre: El pensamiento de Michel Foucault. Bilbao: Universidad de Deusto, 1996, p. 150.
[14] Michel Foucault. Vigilar y Castigar: Nacimiento de la prisión. Op. Cit, p. 141.
[15] Ib., p. 157
[16] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p.168.
[17] Michel Foucault. «Las Mallas del Poder». Op. Cit, p. 245.
[18] Ib., p. 246.
[19] Michel Foucault. «La "Gubernamentalidad"». Op. Cit, p.191.
[20] Ib., p. 192. Una interesante investigación sobre la función biopolítica de la familia puede encontrarse en: Jacques Donzelot. La Policía de las Familias. Valencia: Pre-Textos, 1990.
[21] Zygmunt Bauman plantea esta relación entre aparato administrativo y política de exterminio. Cfr.: Zygmunt Bauman. Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur, 1997, p. 135.
[22] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p.170.
[23] Ib., p. 173.
[24] Ib., p. 228.
[25] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op. Cit, p.175.
[26] Michel Foucault. Vigilar y Castigar: Nacimiento de la prisión. Op. Cit, p. 202.
[27] Michel Foucault. Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976). Op. Cit, p. 230.
[28] Ib., p.233 y sgtes.
[29] Robert Lifton. The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psychology of Genocide. Nueva York: Basic Books, 1986, p. 17. Por otra parte, Bauman ha subrayado el hecho de que Hitler recurriera permanentemente a un discurso médico: «Tanto la retórica como la forma de hablar de Hitler estaban cargadas de imágenes de enfermedad, infección, putrefacción, pestilencia y llagas. Comparaba la cristiandad y el bolchevismo con la sífilis o la peste. Hablaba de los judíos como de bacilos, de gérmenes de descomposición o de parásitos. En 1942 le dijo a Himmler: "El descubrimiento del virus judío es una de las grandes revoluciones que se han producido en el mundo. La batalla en la que estamos comprometidos hoy es como la que libraron Pasteur y Koch el siglo pasado. Cuántas enfermedades tienen su origen en el virus judío...Sólo recuperaremos nuestra salud eliminando al judío"». Cfr. : Zygmunt Bauman. Modernidad y Holocausto. Op. Cit., p. 93 y 94.
[30] Michel Foucault. Historia de la Sexualidad – Vol. 1: La Voluntad de Saber. Op.Cit, p.173.
[31] James Bernauer.«Más Allá de la Vida y de la Muerte: Foucault y la Ética después de Auschwitz», en: Etienne Balibar, Gilles Deleuze, Hubert Dreyfus (et. al.). Michel Foucault, Filósofo. Barcelona: Gedisa, 1999, p. 257.
[32] Giorgio Agamben. Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, 1998, p. 152.
[33] Ib., p.156 .
[34] Zygmunt Bauman. Modernidad y Holocausto. Op. Cit., p. 75.
[35] Ib., p. 120.
[36] Ib., p. 122.
[37] Ib., p. 86.
[38] Michael Hardt, Toni Negri. Imperio. Barcelona: Paidós, 2002, p. 37.
[39] Ib., p. 38.
[40] Idem.
[41] Michael Hardt, Toni Negri. Imperio. Op. Cit, p. 42.
[42] Ib., p. 45.
[43] Zygmunt Bauman. Modernidad y Holocausto. Op. Cit, p. 102.


Bibliografía

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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