Bioética De Las Células Madre
José Luis del Barco
Universidad de Málaga
La Bioética es un quehacer singular. Muestra al que la mira bien dos antagónicas caras: las certezas de la ciencia y las dudas de la ética. Las primeras la conducen a territorios de luz por sendas de exactitud, con esa seguridad con que conducen los líderes. Las segundas la rodean de un halo de incertidumbre, como los claros de luna, en que el satélite brilla cercado de oscuridad. Junto a momentos de aplomo, los que tejen las ideas con hilos indiscutibles, tienen horas de vacilación, aquéllas en que aparece la sorpresa de la vida rompiendo todos los moldes y llenando de inquietud. Por eso resulta ardua.
El científico formula su interna complejidad diciendo que no es posible hacer buena bioética sin una sólida ciencia. Tiene razón sólo a medias. Una ciencia de vanguardia es, sin duda, un requisito, pero no la garantía, de una. recta bioética. La teoría no asegura la rectitud de la práctica. Si no, bastaría saber, como aseguraba Sócrates, para regir bien la vida. Los problemas de verdad nos los plantea la acción. Para gobernar la nave, el navegante precisa, además de conocer los principios de la náutica, curtirse en los temporales. Los dilemas bioéticos no son dilemas científicos, sino encrucijadas éticas. La clonación, la eutanasia, el aborto, el suicidio, la fecundación in vitro podrían servir de ejemplos. También las células madre.
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En este crucial asunto, que ha movilizado tantas energías científicas y ha hecho albergar esperanzas en infalibles terapias, conviene, pues, distinguir entre los logros científicos y los dilemas morales. Logros sin sombras de duda son muchos de los hallazgos que la ciencia ha realizado sobre las células madre.
Conocemos lo que son: células que se dividen casi indefinidamente y, por multiplicación, se pueden perpetuar casi ilimitadamente. Son capaces de formar otras iguales a ellas y, al no estar diferenciadas, pueden ser madres de células, o sea, madurar especializadamente para dar a lugar a tipos celulares específicos. Sabemos cuál es su fuente: el embrión y el individuo ya adulto. Conocemos que poseen distintas virtualidades. Unas, aquéllas que se generan tras las primeras divisiones del cigoto, se llaman totipotentes, pues cada una de ellas, separada de la mórula, puede llegar a formar un individuo completo; otras, el grupo denso y compacto, de algo más de un centenar, que forma la masa interna del embrión en fase de blastocisto, y a las que en sentido estricto se llama células madre embrionarias (Embrionic Stem Cells), son pluripotentes, pues pueden originar muchos tipos celulares, todos los del organismo, pero nunca un individuo; otras, en fin, radicadas en los tejidos adultos, son sólo multipotentes, pues pueden originar, dependiendo de factores externos, varias estirpes de células. Sabemos dónde se encuentran: en la masa celular interna del blastocisto, en los tejidos precursores de las gónadas, en la sangre del cordón umbilical, en los tejidos fetales que darán lugar al hígado, la médula ósea y el cerebro, en las células germinales primordiales del saco vitelino del embrión ya implantado, en numerosos tejidos y órganos del individuo adulto, especialmente la médula ósea, pero también en otros muchos. Ya en los años 80 se hallaron en el área limbus de la córnea; en el 2000, Giombimid y su grupo aislaron células madre derivadas del bulbo olfativo, que crecieron y establecieron una línea celular troncal; en el 2001 Sun y Lavker las descubren en el folículo del pelo; se han descubierto en la sangre, en el mesénquima, etc. Sabemos que es posible aislarlas y hacer que se multipliquen sin especializarse. Los primeros en logralo con individuos humanos (con animales se hace desde los años 80) fueron Gearhart y Thomson: aquél las aisló de fetos abortados, de la región destinada a desarrollarse a gónadas; éste, de la masa interna de blastocistos humanos excedentes en las clínicas de fecundación in vitro. Sabemos que se diferencian dando lugar a muchísimas variedades celulares:
cardiomiocitos, progenitores hematopoyéticos, miocitos esqueléticos, células musculares, adipositos, condriocitos, células endoteliales, melanocitos, neuronas y células de la glia y, recientemente, el profesor español Soria ha conseguido obtener células de los islotes beta pancreáticos.
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Este soberbio saber ha despertado halagüeñas esperanzas terapéuticas. Ya por los años 50, Jacobson, Lorenz y otros vieron la posibilidad de inyectar por vía intravenosa células de la médula ósea para restaurar las sanguíneas de animales letalmente irradiados. Beauchamp ha cultivado in vitro células progenitoras del músculo esquelético que, después de transplantadas, lograban diferenciarse y repoblar poco a poco la zona muscular dañada. En 1999 Brustle transplantó células madre embrionarias diferenciadas a oligodendrocitos, y vio que regeneraban la mielina en varias zonas del cerebro de animales con alteraciones equivalentes a la enfermedad humana de Pelizaeus-Merzbacher. Horwítz ha hecho un ensayo clínico con células madre del mesenquima para tratar a niños con osteogénesis imperfecta. Hoy se cree posible, incluso, transplantar células madre de la médula ósea para remediar dolencias como el Parkinson, el infarto, la distrofia muscular o el fallo hepático.
Pero pensemos, incluso, que estos risueños auspicios fueran ya una realidad. Finjamos por un momento que la utopía eugenésica y la panacea médica, tras la que los alquimistas andaban hace ya siglos, estuviera ya a las puertas. Supongamos un instante que ésta fuera nuestra situación: un soberano saber, con la garantía, empírica de las ciencias positivas, y la esperanza fundada de que los males del hombre, la enfermedad y el dolor, tienen los días contados. ¿La perspectiva futura de un mundo feliz así nos daría derecho a todo? Los hechos son como son y no admiten discusiones. El conocimiento ingente sobre las células madre abre un tiempo de esperanza, en que quepa remediar muchas desgracias del hombre. ¿Eso nos da carta blanca para hacer y deshacer o utilizar cualquier medio que conduzca al objetivo? ¿El más elevado fin --la salud es, desde luego, uno de los más sublimes-- nos deja las manos libres para emplear cualquier medio? ¿Hay que seguir el principio, para algunos la expresión del imperialismo técnico, de que se debe hacer todo lo que se puede hacer? ¿Vale todo lo que ayuda a vencer la enfermedad? Con preguntas como éstas comienza la Bioética.
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Los problemas bioéticos que plantean las células madre son especialmente graves (En la exposición que sigue me refiero únicamente a las de los embriones, pues las del adulto, aparte del referido al consentimiento informado de la persona de que se extraigan, no plantean reparos éticos). El de más envergadura es, sin duda, el del estatuto del embrión, que reaparece a menudo en cuestiones bioéticas. ¿Qué es un embrión humano? Si fuera un montón de células sin vida individual, o un tejido desgajado del cuerpo de una mujer, o chatarra biológica que se puede reciclar para ciertos usos médicos, o material excedente para usar como se quiera, no habría conflictos éticos. Con la debida prudencia y las cautelas legales estaría todo resuelto. Si fuera vida animal, como suponía Haeckel cuando estaba en su apogeo la ley de que la ontogenia recapitula la filogenia, no vida de una persona, única en toda la historia, podría sacrificarse para alcanzar altas metas. Si fuera física y química o una hinchazón anormal, como un bulto o un tumor, no habría por qué detenerse ni andar en contemplaciones para servirse de él, con picardía económica, como pieza de recambio o mercancía de trueque con vistas al beneficio.
¿Pero y si fuera una persona? En los asuntos difíciles, en las grandes encrucijadas que solicitan que el hombre saque a relucir su ingenio para resolver problemas, no es un buen procedimiento desdeñar ninguna hipótesis, o sea, enterrar la cabeza, como hace el avestruz, para no ver lo molesto. En el que ahora me ocupa sería pura pereza, rutina intelectual, falta de osadía teórica, no plantear la pregunta de si el embrión humano es una persona humana. Eludirla, además de incompetencia, es irresponsabilidad, pues la persona establece los limites de la acción. La antropología tiene una función directiva con relación a la práctica. De cómo se entienda al hombre dependerá, a fin de cuentas, el trato que se le dé. Si es un pedazo de cosmos más complicado que el resto, o un mono con buena suerte en la lotería biológica que se llama evolución, no merece el mismo trato que si es un ser personal. Si es persona es inviolable. Tiene un valor no venal, muy superior al dinero, que se llama dignidad.
A lo largo de la historia se ha expresado esta verdad de diferentes maneras. Los griegos utilizaron el sustantivo "axioma", que en el campo de la lógica se usa para designar las verdades eminentes, para nombrar el valor, asimismo el más sublime en el ámbito real, de los seres personales. Kant acuñó la expresión, feliz y hoy manoseada, de "fin en sí mismo", pues quería dejar claro que el desafuero más grande que se puede cometer contra una persona humana es tratarla como medio. Yo podré hacer lo que quiera, pero ante un ser personal lo debido es el respeto. Esto es lo que significa decir que el fin en sí mismo marca el radio de la acción: que caben únicamente las que promueven su vida y la elevan a las cotas más altas de humanidad. La filosofía política, en fin, homenajea la excelencia de los seres personales con los derechos humanos.
Resulta, pues, oportuno, encarar lúcidamente si el embrión es persona antes de servirnos de él como medio de alcanzar nuestras codiciadas metas. Si fuera fin en sí mismo, usarlo como instrumento, trampolín o plataforma --que es, por cierto, lo que se hace cuando se usa como filón de células madre--, equivaldría a lesionar brutalmente su humanidad.
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¿El embrión es persona? Que es un individuo humano se acepta en la actualidad sin apenas resistencia. La Embriología ha aportado evidencias aplastantes de que, tras la unión de los gametos, una nueva vida empieza a escribir en este mundo esa epopeya exclusiva que se llama biografía. El cigoto seguirá el rumbo individual, nunca seguido por otro, que le marca su genoma. "El embrión, desde la fusión de los gametos, dice la Dra. López Barahona, ya no es un potencial ser humano, sino que es un ser humano real".
Pese a todas estas evidencias es frecuente, sin embargo, que se niegue al embrión la condición personal. Que no haya razón para ello, obliga a dilucidar qué significa persona. Con una fórmula breve se puede decir así: es el ser de cada quien. No es necesario cumplir cláusulas o requisitos para ser persona humana. La concepción de bioeticistas, como Engelhardt o Singer, que exigen al individuo, para poder ser persona, conciencia del propio yo y racionalidad madura, aparte de carecer de razones para hacerlo y de no hacer distinciones entre la esencia y el ser, tiene estas aberraciones prácticas: partir el género humano, dividir la humanidad en dos grupos antagónicos, convertir a unas personas en jueces inapelables sobre el destino de otras, dejar fuera del círculo de los seres personales casi a media humanidad.
Ser persona sería un lujo o un privilegio de césares, si fuera un rango que alcanzan los hombres que satisfacen imperiosas condiciones. El lujo y los privilegios hay que poder permitírselos, y son bastantes los hombres que carecen de recursos --conciencia del propio yo y racionalidad madura-- con los que, según se dice, se adquiere, como en el rastro, el titulo de persona. Carecen de ellos los locos, los idos, los moribundos, los que esperan a que suene la última de las horas en el lecho del dolor, los niños recién nacidos. Y, sin duda, el embrión. Sin embargo, todos ellos --con conciencia o sin conciencia, nacidos o no nacidos, enajenados o cuerdos, robustos o encanijados-- tienen un ser exclusivo, como el que no hay ningún otro ni lo ha habido ni lo habrá. Todos son, de igual manera, novedades en la historia. Todos pertenecen al género homo, que, como establece Spaemann, es la única credencial que acredita al que la tiene --todos los seres humanos-- como un ser personal.
El embrión es persona. Pero es persona sin tiempo o despojada de tiempo. Para hacer que den de sí todas sus virtualidades, necesita, como todos, exclusivamente tiempo, que es lo que le arrebatamos cuando paramos en seco --abortándolo o rompiéndolo para obtener células madre o para otros menesteres-- su discurrir por el río azaroso de las horas. El tiempo es el escenario de las acciones del hombre; y las personas humanas, los seres que son capaces de conformar el futuro. "Sólo los seres personales, dice Leonardo Polo, son determinantes de futuro". Démosle, pues, tiempo al tiempo, no expoliemos al embrión de su rico patrimonio, y hará soberbias acciones y conformará. el futuro. Actuará corno lo que es, es decir, como persona.
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El embrión es el eje de la reflexión moral sobre las células madre. Destruirlo representa el gran obstáculo ético con que chocan las terapias que optan por utilizarlo. Cualquier otra objeción moral roza, asimismo, con él. El modo de "fabricarlo", "producirlo" u "obtenerlo" es de las más espinosas. Usar términos fabriles para referirse a un ser que, por el valor sin precio de su entraña personal, es engendrado, no hecho, es ya un dislate lingüístico que nos hace sospechar despropósitos morales. ¿Es indiferente el modo de ingresar en este mundo? ¿Se puede cubrir el trecho de la nada a la existencia yéndonos por un atajo? El brinco de sima a cima que, como hercúleo atleta, da alegremente la vida, ¿se ha de hacer sin precauciones? ¿Es digno nacer sin padres, corno resultado exacto de la pericia de un técnico? ¿Es digno venir al mundo sin esa hospitalidad, extraña al laboratorio, que es el abbracio d'amore, como dicen Elio Sgreccia y María Luisa di Pietro? Y, sobre todo, ¿no es una jugarreta poner a alguien en el umbral de la vida y a continuación cerrarle violentamente la puerta? ¿No es una broma pesada invitar a un ser humano a la fiesta de la vida y a continuación dejarlo apartado de sus goces y con la miel en los labios? ¿Es lícita la clonación? ¿Es legítimo atentar contra la inescrutabilidad de la biografía genética? ¿Es justo hacer depender el derecho a la existencia del cumplimiento cabal de unas condiciones previas? ¿No es una perversidad exigir a un ser humano, para admitirle en la vida, que primero satisfaga expectativas de otro? ¿No sería la clonación una brutal tiranía en que los muertos decretan el destino de los vivos?
Para salir de este túnel la ciencia ofrece su ayuda. Se trata de armonizar las ventajas terapéuticas de las células madre con el respeto a la vida. Vescovi ha demostrado que eso ya no es imposible. Él y sus colaboradores han comprobado que las células madre de adultos se pueden diferenciar y dar células especializadas. Han señalado, además, que podrían tener ventajas sobre las embrionarias. Por lo menos estas dos. Como son multipotentes, el proceso de diferenciación para dar lugar a distintos tipos celulares estaría más controlado y cabría dirigirlo con menos dificultades. Los trasplantes celulares sortearían el escollo del rechazo inmunológico.
"La historia de la ciencia enseña, escribe la Dra. López Moratalla, que el proceso más parecido a lo natural, más conservador, el menos invasivo y menos destructivo ofrece siempre las mejores soluciones y llega a ser el más eficaz y perdurable de los tratamientos". Si esto es realmente así, ¿por qué no abrazar sin miedo los métodos terapéuticos que no juegan neciamente el juego de suma cero en que unos ganan la vida porque otros muchos la pierden? ¿Habrá algo oculto que impida apostar por otro juego? ¿Tal vez soberbia científica o intereses económicos?”