La esencia de la vocación del médico está contenida en afortunada expresión del profesor Ramón Córdoba Palacio: “Pero hay otra condición del quehacer médico que se extiende, o debe extenderse, a todo el que participe en cualquier forma de la misión de aquél, de “su privilegio” de “ayudar a una persona”: la resolución consciente y voluntaria hacia la ayuda en la tensión que suscita la presencia del dolor y la enfermedad. Esta tendencia hacia la ayuda, que es el meollo de la “vocación” del médico, debe hacer parte esencial de la acción de todo el que en una u otra forma ofrece su colaboración a quien la haya menester en el área de la salud”. Ahora resulta que a las situaciones que desfavorecen el quehacer del médico, se suma la inicua circunstancia de un ejercicio clínico sometido a las voluntades y a los intereses comerciales de quien ejerce un implacable poder: el intermediario financiero. En no pocas ocasiones, de modo directo o indirecto, es éste el empleador del médico. Este poder se torna material por medio de figuran tan contradictorias como la del auditor, investido a la vez de la fuerza jurídica y de la condición de empleado de la compañía cuyos intereses monetarios defiende. Se conocen ampliamente las oscilaciones de políticas de costos, y ejecuciones de presupuestos, las contrataciones con diversas entidades inspiradas por cambiantes y pasajeros funcionarios en los cuales se concentra momentáneamente la capacidad ejecutiva. No en vano circulan profundas críticas a la llamada “Medicina Basada en Evidencias -MBE-”, con sus procesos de protocolización de procedimientos diagnósticos y terapéuticos inspirados en rígidos esquemas economicistas. Como si a estos esquemas tuviese el paciente que amoldarse, ignorando que los hechos reales tienen preeminencia respecto de los abstractos modelos de los teorizantes. La “MBE” se convirtió en una medicina basada en costos y controlada por funcionarios anónimos. Ellos ejercen un poder de veto desde escritorios ajenos a las circunstancias personales del enfermo y de su médico tratante; controlan los hilos financieros y los resquicios jurídicos. Por sus manos pasa la aprobación del examen o del tratamiento propuesto; éstos tendrán lugar sólo con el apoyo de su “nihil obstat”, de su magnánimo “fiat”, o se estrellarán y detendrán ante su definitivo e implacable “archívese”. Una importante publicación local (Medicina y Laboratorio, Vol. 10 No. 7-8 p. 322) especifica este valeroso señalamiento, refiriéndose a la “MBE”: “Bajo su nombre se darían manipulaciones económicas por los intermediarios en salud...” Añade mayor complejidad a la labor del médico una circunstancia vivida por muchos miembros del personal sanitario, aquí y ahora, como en otros países y épocas: la condición del ejercicio profesional en zonas de conflicto bélico. Es menester recordar que la Ley 23 de 1981, hoy vigente y aplicable en lo que atañe a la ética médica, señala en su artículo 2º, (del juramento): “Ejercer mi profesión dignamente y a conciencia; velar solícitamente y ante todo, por la salud de mi paciente.” “Hacer caso omiso de las diferencias de credos políticos y religiosos, de nacionalidad, razas, rangos sociales, evitando que estos se interpongan entre mis servicios profesionales y mi paciente”. Más adelante, el mismo código establece: “El médico dispensará los beneficios de la medicina a toda persona que los necesite, sin más limitaciones que las expresamente señaladas por esta ley...”. Realmente, en no pocas ocasiones, la tarea del profesional de la medicina, y de sus colaboradores y subalternos también incluye desplazamientos y ejecución de misiones de gran riesgo ordenadas por superiores, en condición de funcionarios que obedecen órdenes y hacen parte operativas de políticas, ante las cuales naturalmente, está la compartida responsabilidad de aquellos. Es pertinente mencionarlo, en ocasiones ésos superiores no están cobijados por la Ley 23 de ética médica, pues muchos no son médicos. Sólo son administradores de empresas o sus equivalentes. Pero no dejan de ser ciudadanos colombianos, cuyas decisiones, acciones y omisiones, también están sujetas a códigos jurídicos ante los cuales deben responder. A mayor rango de poder de decisión, naturalmente, debería ser mayor la responsabilidad que se asume efectivamente. Igual sucede con niveles directivos y empresariales privados, de cuyas decisiones (a veces apoyadas en la complejísima y voluminosa reglamentación de las leyes vigentes) vienen retrasos o negativas a medidas diagnósticas o terapéuticas de las que derivan consecuencias adversas para los pacientes: puede que estos retrasos y negativas sean jurídicamente válidos: son, y en medida grave, humanamente injustos. Calderón de la Barca lo sintetizó hace siglos en inmortal sentencia: “En lo que no es justa ley, no ha de obedecer al rey...”. Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe- http://www.periodicoelpulso.com.co/html/nov03/opinion/opinion.htm
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