El enfermo como amenaza macroeconómica
Autor: Carlos Alberto Gomez Fajardo
En la lógica utilitarista que inspiró la imposición del sistema sanitario de la ley 100 encaja coherentemente lo que en 1994 estableciera el CNSSS en relación a los mecanismos de aseguramiento para las enfermedades catastróficas, ruinosas y luego calificadas, en un tono que pretendió ser más moderado, “enfermedades de alto costo”. Entonces se estableció una lista de condiciones de especial consideración, teniendo en cuenta las circunstancias y exigencias pecuniarias de su manejo: cáncer (quimioterapia y radioterapia), Sida, trauma mayor, insuficiencia renal crónica y trasplante, condiciones que requieran uso de cuidados intensivos, enfermedades del corazón y sistema nervioso central, reemplazos articulares, enfermedades congénitas que requieren manejo quirúrgico. Con la anterior lista, basada en los criterios de costo-eficiencia con que fue concebida y fotocopiada de otras latitudes aquella inicua ley, se comprende cómo poco después se ha llegado a hablar del paciente como una especie de “amenaza macroeconómica” para las entidades financieras que la normatividad ha determinado como uno de los principales “actores” en este escenario pretendidamente regido por leyes de mercado.
El enfermo grave, otro “actor”, pero de menor peso en el libreto de esta tragicomedia sociológica, se ha convertido en el indeseado, en aquel que bajo muchos pretextos es dejado por fuera de la posibilidad de atención oportuna y proporcionada a su condición. Sobre ello el propio ejecutivo posteriormente tendría que dar timonazos de corrección de rumbo, como en el caso de la insuficiencia renal crónica. El enfermo que requiere atención costosa se ha tratado como quien significa la catástrofe o la ruina financiera para el propio sistema de aseguramiento y las leyes positivas han afirmado este contrasentido. Merece la pena observar que la reducción materialista del concepto de la salud, tanto en el plano individual como en el de la sociedad, conduce a muchas de las paradojas en las cuales se ha debatido el sistema sanitario desde hace tantos años: se ha confundido “salud” con tecnología médica; servicio y obligación de solidaridad, con negocio; honorario con tarifa; acto médico con papeles expedidos por agobiados funcionarios de las ramas judiciales que emiten diariamente centenares de fallos como si equivalieran a boletas de autorización burocrática para cumplir con conceptos médicos o quirúrgicos. Se ha desvirtuado el papel del médico hasta llegar a ser tratado como un operario o dispensador de exigencias de usuarios-clientes, funcionario frío y distante que además cumple obedientemente con los requisitos e imperativos de la facturación. No han sido otras las ideas del ministerio del ramo. Es explicable su afán por normar también en pro del aborto y de la eugenesia. En la misma dirección y como consecuencia lógica de una visión humana y social equivocada luego vendrán los planes de eutanasia y de eliminación directa de los muy enfermos basados en criterios costo-eficiencia. En aquel escenario materialista no cabe la reflexión antropológica sobre el sentido del sufrimiento; como así no se comprende, se suprime por todos los medios. Tiene lugar la deshumanización máxima en un entorno de utilitarismo a lo Bentham. Esto es también consecuencia de haber dejado los grandes delineamientos de lo que debe ser la atención sanitaria para una nación en manos de tecnócratas que recibieron en su momento algún adiestramiento en técnicas de mercadeo, de política, y de contabilidad. Jamás entendieron de lo que hablaron ni se refirieron frontalmente al tema que les fue confiado, la salud. Nunca hablaron de salud, siempre se refirieron al dinero y al poder.
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