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El médico, el paciente, el diagnóstico y la familia

sábado, 8 de mayo de 2010

El médico, el paciente, el diagnóstico y la familia

Ramón Córdoba Palacio MD - elpulso@elhospital.org.co

Si el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento hacen parte del sigilo médico y deben ser comunicados al paciente en primer lugar y sólo con autorización de éste consentimiento idóneo puede el médico darlos a conocer a otros, ¿qué papel le queda a la familia, a los parientes? ¿No es acaso hacerlos arbitrariamente a un lado? ¿No pueden los familiares y los parientes cercanos proteger al enfermo de una noticia imprudente, de evitarle sufrimientos que consideran inútiles? Que es deber del médico comunicar en primer lugar al paciente el diagnóstico, el pronóstico y el posible tratamiento nadie lo discute hoy con argumentos racionales y tampoco hay duda de que no debe éticamente revelarlos a otros sin previa autorización idónea del paciente, su dueño absoluto.

Si los familiares y parientes consideran que el médico es incapaz de cumplir con este deber de informar al paciente con el menor daño posible para éste, que es inferior a la exigencia ética de «favorecer, no hacer daño», es mejor que prescindan de sus servicios y no pretender limitar su actividad profesional y que engañe conscientemente al enfermo.
No podemos negar que la solicitud de los parientes en este sentido, aunque inadecuada, está llena la mayoría de las veces de nobles intenciones: evitarle al enfermo temores por lo que se le anuncia sobre la enfermedad que padece o los sufrimientos que le acarreará. Pero hay evidencias que demuestran que el paciente capta los sutiles cambios que ocurren en su ambiente familiar: las nuevas y amables atenciones que antes no se presentaban, las manifestaciones afectuosas que ahora se hacen frecuentes, etc., y “adivina” la causa. Y ese silencio sobre la verdad acrecienta su angustia pues se ve privado de poder expresar sus sentimientos, sus inquietudes, sus necesidades de todo orden, porque teme romper el sortilegio que lo rodea. Con frecuencia comentan con alguno que goce de su confianza, ajeno a sus parientes, el incomprensible silencio del médico, cuando él intuye la gravedad de su enfermedad; se siente tratado como inmaduro, incapaz de afrontar los sucesos de su propia vida.
El paciente tiene el derecho, derecho primario, de conocer su estado clínico patológico y el futuro que puede éste depararle y nadie es más idóneo para dárselos a conocer, por su preparación académica, su sentido humano y la formación ética que debe distinguirlo, que el médico que mereció su confianza para pedirle ayuda en la enfermedad que lo aqueja. Más aún, conocido el pronóstico y previsto humanamente su futuro, tiene la obligación moral de ordenar sus asuntos espirituales, materiales, familiares, etc., que atañen a toda persona. Los parientes no pueden éticamente arrebatarle este derecho y esta obligación y, con todo respeto, consideramos que, en general, no sean los más aptos para cumplir con el requisito de ilustrarlo sobre su situación.
Entonces, ¿qué papel le queda a la familia, a los parientes? Su misión es esencial porque el ser humano requiere de la manifestación sincera de afecto, de solidaridad, de verdadero amor, en las circunstancias trascendentales, decisivas, de la vida. Pero no se cumple esta noble labor ocultándole al enfermo la verdad sobre su estado existencial. Le queda a la familia, a los parientes, a los amigos, contribuir con el médico a que el paciente comprenda su presente y su futuro, que los acepte y los viva con dignidad. Así, las expresiones no usuales de afecto, de consideraciones inclusive puramente materiales, no le crearán suspicacia sino gratitud.
Y, ¿de qué manera puede llevarse a cabo esta noble y delicada tarea? Los principios y consejos que dicta la prudencia para el médico son aplicables a la familia, a todo el que acompañe al enfermo: «Discreta psicoterapia con la palabra oportuna y con el silencio», enseña Laín Entralgo. «Favorecer, no hacer daño» se afirma ya en el Corpus hippocraticum, y el citado Laín Entralgo expresa al respecto: «[...] el médico debe decir al paciente toda la verdad que convenga a su bien natural (el logro de su salud) y a su bien personal (el destino último de su existencia, tal como sus creencias lo entiendan); por tanto, toda la verdad que sea capaz de soportar. Pues bien: según la experiencia, el moribundo es el enfermo más capaz de soportar toda la verdad; incluso la pide en ocasiones, si se sabe leer en su mirada y en sus silencios». La familia y el médico cumplen a cabalidad su misión humana con el paciente demostrándole con palabras y especialmente con hechos, que lo aman y lo respetan de verdad.


Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-

http://www.periodicoelpulso.com/html/ene04/opinion/opinion.htm

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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