Ensayo
Panfleto contra natura
A continuación el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince distingue entre ecolatría y ecología: dos términos que pueden fácilmente confundirse en la defensa de la naturaleza y de la pluralidad cultural
Héctor Abad Faciolince*
Claudio Perna. Homo-cosmicus, 1989-1990
Todo el mundo habla de las maravillas de la naturaleza; casi nadie recuerda sus horrores. El registro fósil y las investigaciones de los biólogos nos demuestran que de todas las especies que han existido sobre la tierra, más del 99% se han extinguido. En la extinción del cretácico todos los animales de más de 25 kilos desaparecieron. Las glaciaciones del paleolítico también fueron aterradoras y el frío terminó con miles y miles de especies; al hombre moderno le tocaron algunas; imagínense a la tierra cubierta por una costra de kilómetros de hielo; se helaron las plantas que comían los animales, se murieron los animales y las plantas que los hombres comían. La pelea por la supervivencia tuvo que ser aterradora y en algunas partes del planeta el ser humano, un animal frágil, sobrevivió gracias a su hoy tan denigrada inteligencia.
Millones de especies vegetales y animales han desaparecido. Y no por culpa del hombre, pues la inmensa mayoría de estas especies se extinguieron mucho antes de que el homo sapiens hiciera su aparición en Africa. La naturaleza es ciega y carece de piedad: una erupción destruyó a Pompeya, un terremoto acabó con Lisboa, el deslumbrante nevado del Ruiz borró del mapa a Armero. La armoniosa ciudad de San Francisco, se sabe, será un día tragada por el mar. Y no por culpa del hombre —insisto— sino a pesar de los esfuerzos del hombre por evitarlo. Para el ser humano el estado de naturaleza es demasiado duro, casi aterrador. Muchos hombres de hace 30 mil años eran ya unos ancianos a los treinta años: sin dientes, con caries espantosas, los huesos de la mandíbula carcomidos por los abscesos, con rastros de infecciones terribles en el cráneo y en el tímpano. Guardémonos de mitificar el pasado, olvidémonos de las pías historias que pretenden hacer pasar el estado de naturaleza por un paraíso. Al contrario. El hombre sin cultura, el hombre a la merced de los caprichos de la naturaleza, el hombre de la absoluta pobreza material y cultural, es un hombre, también, de una inmensa pobreza espiritual. La razón es muy simple y muy triste: el ser humano anterior a la agricultura y a la técnica (no se nos olvide que un hacha de piedra, un bumerán o una cerbatana son también tecnología), el hombre primitivo, se ve obligado a dedicar prácticamente todo su tiempo a una sola cosa: la consecución del alimento. Sin tiempo libre no florecen las artes, ni los inventos, ni la medicina, ni la magia, ni la culinaria, ni las herramientas, es decir, todos esos objetos no naturales que forman parte importante de lo que llamamos cultura.
Es cierto, tenemos el deber de conservar la naturaleza. Pero estamos obligados también a combatirla, a intentar contrarrestar sus efectos nocivos sobre el hombre, sobre las plantas, sobre los animales. Una especie de ecología mística —que el filósofo español Fernando Savater ha bautizado como ecolatría— ha hecho que la naturaleza se lleve toda la buena prensa. Los místicos religiosos y los idólatras de la naturaleza comparten una convicción de fondo: el malo es el hombre.
Hay razones sensatas de cierto ecologismo. Como dice Savater, al universo le da lo mismo que la tierra sea "un desierto radiactivo o una fértil pradera, pero a nosotros no". En todo caso, entre los ecólogos sensatos y los ecólatras fanáticos hay mucho trecho. Los primeros proponen un desarrollo racional y sostenible; los segundos pretenden devolvernos a la edad de piedra.
Esta ecolatría, mezclada con buenos sentimientos y con una excesiva atención a lo políticamente correcto, ha difundido también la idea de culturas naturales ingenuas, buenas e incontaminadas, que vivirían en perfecta armonía con la naturaleza. La palabra armonía suena bien, pero no siempre es conveniente. No siempre la incapacidad de intervenir en la naturaleza significa "respeto por la naturaleza". En la naturaleza —por ejemplo— se dan, naturalmente, las pestes, los parásitos, las inundaciones y las sequías: oponerse a ellas mediante la medicina, los diques y el riego es un procedimiento cultural, antinatural, y benéfico. Los antibiótios producen matanzas inclementes de microbios, y se oponen al curso "natural" de la muerte por una infección.
Hay un rasgo natural del hombre, de todos los hombres, que es importante destacar. Todos los humanos tenemos un patrimonio común, el fundamental, el que nos hace tan distintos de las otras especies y tan asombrosamente parecidos entre nosotros: nuestro patrimonio biológico. La materia cerebral bioquímica es común a todas las personas; la herramienta que tenemos para pensar es muy parecida en todos. Judíos, quechuas, arios, mongoles, africanos, tenemos todos una maquinita biológica asombrosamente parecida: el cerebro de un niño de cualquier grupo humano está en condiciones de aprender cualquier lengua, de asimilar cualquier costumbre, de introyectar creencias y conocimientos de las más dispares culturas humanas. Ninguna teoría racista ha resistido los rigores de la prueba. El patrimonio genético de cualquier ser humano le permite asimilar los valores y costumbres de cualquier cultura. No hay razas ni culturas ni lenguas humanas puras, afortunadamente. La genialidad es escasa, pero se da en todas partes y tiene todos los colores de la piel.
Nuestra innegable unidad biológica, sin embargo, no garantiza que en todo tiempo y en todo lugar los seres humanos produzcan culturas equivalentes. El atraso comparativo e innegable que se aprecia en ciertas culturas, no es cuestión del patrimonio genético. Toda cultura tiene, sin duda, rasgos destacables, descubrimientos prácticos o artísticos o espirituales que pueden ser valiosos para los hombres de otras culturas en ciertas circunstancias. Cuando en el siglo XV la condesa Chinchón se curó de la malaria con la quina de los indios peruanos, y cuando luego divulgó los efectos curativos de esa planta en todo el Viejo Continente, los enfermos de los palúdicos pantanos de Italia curados por la planta no se quejaron de intromisión cultural quechua en sus costumbres. No, ellos sustituyeron sus medios autóctonos y mágicos de curación (como eran los rezos, los amuletos y las estampas de santos) por el más eficaz método de los prácticos indígenas americanos.
Hay culturas refractarias y culturas hospitalarias. Culturas que no se sienten despojadas cuando asimilan, imitan, copian logros de otras culturas. Como escribe Robert Hughes, "hay culturas que viven gracias a su eclecticismo, su poder para la imitación lograda y su capacidad para absorber formas y estímulos extraños". Pero hay también culturas que, con el renacimiento del localismo y con el auge, en algunas regiones, de la enfermedad moral del nacionalismo, se vanaglorian del encierro en sí mismos y tienen la tendencia a exaltar lo propio por el solo hecho de ser propio. No se puede exaltar lo propio por el mero hecho de serlo. Que algo sea autóctono no es garantía de su bondad. Tampoco somos pueblos bobos e inocentes a la merced de las influencias del norte. Por supuesto, como dice el mismo autor, no debemos caer en el "servilismo cultural (creer que nada en la cultura local tiene valor hasta que reciba el beneplácito exterior) ni tampoco en la descarada postura defensiva, el pavoneo cultural, en la que uno pretende que nada de lo que se hace fuera de aquí es relevante para nosotros". En palabras corrientes: ni arrogancia ni complejo de inferioridad.
Desaparecen las especies naturales. Y las culturas también. De la imponente y altiva civilización romana quedan apenas algunas ruinas ilustres y algunas normas del derecho civil. El latín es una lengua muerta, y ya casi nadie invoca los dioses a los que los romanos les rezaban. Así como el español es un latín mal hablado, tal vez el culto a la virgen sea también la transformación o el residuo de una divinidad femenina, celta o romana o indígena o todas a la vez. De los indios aburraes que alguna vez poblaron el valle donde hoy queda Medellín, no quedan ni las ruinas. Las costumbres sanguinarias de las tribus bárbaras del norte de Europa también se han extinguido. No todas las culturas son equivalentes ni todas sus costumbres —por auténticas que sean, y por arraigadas que estén— defendibles. La aterradora cultura del nazismo fue derrotada en la segunda guerra mundial por una alianza soviética, europea y americana. Los nazis fueron un cáncer de la cultura alemana, pero por fortuna con la caída de Hitler fue derrotada una de las peores pestes culturales que ha producido la humanidad.
El respeto por la diferencia no puede significar el absoluto silenciamiento de la crítica. La crítica de una cultura a otra no es una manifestación de intolerancia sino un intercambio de ideas y una disputa de valores. La intolerancia, así como el menosprecio y el paternalismo, se disfrazan muy a menudo de eufemismo, es decir, de buenas maneras, de corrección política. Así como al familiar bobo o loco ni siquiera lo contradecimos, no atacar ni contradecir ciertas costumbres de otras culturas equivale a tratarlas como si fueran bobas o locas, incapaces de resistir una crítica. Cuando un europeo o un latinoamericano criticamos la práctica de la extirpación del clítoris que se acostumbra en algunos pueblos árabes y africanos, cuando una compañía aérea extranjera critica el hábito de los varones colombianos de emborracharse en los aviones o cuando un periodista africano critica a Europa por la ridícula y desquiciada fabricación de ídolos de la farándula o de la aristocracia que realizan los medios de comunicación occidentales, en todos estos casos, estamos haciendo un intercambio cultural enriquecedor.
Este intercambio crítico y creativo es más posible hoy que nunca. Hoy, ahora, en este siglo, en nuestro denigrado, pero maravilloso siglo XX.
Para cualquier cultura, sería gravísimo, incluso suicida, tratar de ignorar las posibilidades de intercambio y de enriquecimiento cultural que ofrece el siglo XX. No vayamos a desdeñar por superfluos la ciencia y el arte; cuidado volvemos la espalda con desdén a los logros de otros pueblos. En este gesto de desprecio revelaríamos temor, envidia, e incluso estupidez. Vivimos en un mundo mezclado, intercomunicado, deliciosamente impuro y sometido a múltiples influencias. Nadie quiere una humanidad uniformada y homogénea, ni siquiera los más imperialistas, y aunque la quisieran no la lograrían.
Ahí está, afuera, adentro, en muchas partes, la cultura, las culturas, ofreciéndose para que nosotros tomemos algo de ellas, de cualquiera de ellas. Stravinsky toma ritmos de América, Picasso copia formas africanas, nosotros usamos computadores japoneses. Sin temor, sin complejos. No olvidemos lo que alguna vez dijo Antonio Machado: "La cultura no es caudal que se aminore al repartirse. Su defensa lleva implícita las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da".
______________*Narrador colombiano
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